SI España fuera un país normal a estas horas seguiría en estado de shock por el escándalo del pasado sábado en el Camp Nou en presencia del propio Rey. Recordemos que no hace tanto tiempo, ya en democracia, cuando unos cuantos parlamentarios de Herri Batasuna interrumpieron a Juan Carlos I en la Casa de Juntas de Guernica, en un acto infinitamente  menos grave que el de Barcelona, la conmoción nacional fue tan intensa que muchos analistas han creído ver en aquello uno de los factores psicológicos que hicieron posible el fallido golpe del 23-F. Hoy, cinco días después de que 90.000 energúmenos abuchearan al himno y al Rey de España con el regocijo indisimulado de un Artur Mas que tendría que haber salido esposado del recinto, aquí no ha pasado absolutamente nada. Felipe VI, tras este primer descalabro serio para su imagen interna y exterior –sobrecoge la terrible soledad que transmitía–, haría bien en reflexionar sobre lo que semejante espectáculo, preparado hasta en sus menores detalles para humillarlo, permite presagiar.  

Por lo demás, nadie tema: no habrá la menor reacción. Peor aún, muy seriamente se nos advierte desde los sesudos medios de siempre que lo mejor es disimular el ultraje y actuar como si nada hubiera pasado, pues al parecer lo que está deseando el taimado Mas es un atisbo de condena para movilizar a sus, dicen, adormecidas huestes ante el órdago independentista que prepara para el 27 de septiembre. Tal vez lo que cabría, digo yo, siguiendo el hilo de tan formidable argumento, sería investigar a los organizadores y cómplices de los hechos y obsequiarles con alguno de los premios nacionales con los que este Gobierno acostumbra a recompensar a los enemigos de España, receta segura para desarmar su odio cainita, como es manifiesto.

Sucesos como los de Barcelona retroalimentan la indignidad permanente en la que ha caído la vida española. La indignidad de los políticos –de la que pocas dudas quedan–  nutre estas demostraciones de odio sin castigo y sumerge a la ciudadanía en una indiferencia impotente o aburrida; la creciente indignidad de la nación, que deja al aire los cimientos de la democracia, da pie a la soberbia, la corrupción y la irresponsabilidad de unos dirigentes a los que hoy nada podría distraerles de la apasionante tarea de reparto del rebaño tras la noche electoral. Tal para cual.            

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