Viernes Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Viernes Santo en la Semana Santa de Cádiz 2024

Uno de los peores males que sufre nuestra democracia es la proliferación en la fauna política actual de ignorantes ensoberbecidos, dispuestos siempre a suplir su falta de sabiduría con ese orgullo ciego y sordo que desprecia las razones del otro y se amuralla en su propia vacuidad. No es, por supuesto, un fenómeno específico de la acción pública. Ignorantes hay en todos los ámbitos y, con frecuencia, acompañan su desconocimiento con una suerte de arrogancia tan invalidante como falsamente protectora. En realidad, el ignorante soberbio se manifiesta incapaz de reconocerse como tal, se niega -él ya posee todas las verdades- a aprender, a experimentar mínimamente lo estulto que es. Se ensimisma, así, en su universo defectuoso y abjura de cuanto su necedad no entiende. De ahí que, ante los argumentos que no encajan en su menguada lógica, huya despavorido, levante el cortafuego de su presunta superioridad y presuponga en la discrepancia ajena maldades seguras.

Esto, que de por sí es grave y embarra cualquier tipo de relación social, se convierte en francamente peligroso cuando interfiere en la llevanza de un país. Evaluar hoy el nivel de ignorancia y de soberbia de nuestros dirigentes políticos resulta descorazonador. Nadie escucha a nadie. Todos custodian sus ortodoxias herméticas, triturando de este modo valores fundamentales como el diálogo, el debate o la comprensión mutua. No hay excepción de colores ni de credos: el espectro ideológico completo está siendo repoblado por semianalfabetos engreídos. De la soberbia excluyente y supremacista de los nacionalismos a la memez superlativa y morbosa de un presidente que se ama hasta el extremo, pasando por los dislates ucrónicos y frentistas de la ultraizquierda y la ultraderecha. Da asco y vergüenza presenciar la sucesión yerma de monólogos parlamentarios. Asusta la facilidad con la que los peores han tomado el mando de la nación. Hiela la sangre el agrado con el que todos se afanan en cavar trincheras, fomentar el odio al adversario y tensar los equilibrios de un sistema que no soportará tanta ausencia de talento. Desanima, al cabo, la mansedumbre enseñada y aprendida con la que el pueblo anima la gloria de demasiados inútiles encrestados.

Ineptos para la humildad, van quedando pocas esperanzas de que logren transmutar la soberbia política en una política al fin soberbia. Ésa sin la que España jamás alcanzará un futuro común, pacífico y próspero.

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