Son muchas las consecuencias opinables que podríamos extraer de las elecciones del pasado domingo (el repunte del bipartidismo, la victoria ma non troppo de Sánchez, la vida extra atrapada por Casado, la posición hamletiana en la que queda Ciudadanos, el muro de pragmatismo con el que se topó Vox, el agravamiento del dislate nacionalista), pero, de todas, hay una que no parece admitir demasiadas objeciones: Iglesias -y por extensión Podemos- ha sufrido un fortísimo revés en las urnas que le coloca en una coyuntura crítica. No es sólo la frialdad de unos pésimos números, sino la sensación misma de pérdida de influencia de sus siglas y de descomposición entre los suyos.

En efecto, su Podemos, tras el 26-M, ha pasado a ser un partido prescindible. Con alguna excepción, el PSOE tiene margen de maniobra para formar gobiernos autonómicos y municipales sin el concurso de los morados. No es casual que, desde el primer minuto poselectoral, los socialistas apelen a Rivera, conscientes de que el tablero ha mutado y de que la ultraizquierda española ya no es lo que era.

Tampoco le ha ido mejor en las europeas, lo que demuestra que la deserción de su clientela no responde a razones tácticas de mera utilidad en un ámbito concreto, sino a un cambio de criterio transversal que se manifiesta en todos. Ni siquiera lo que podría exhibir como un éxito (la victoria del Kichi en Cádiz) es en puridad suyo: José María González es un verso suelto de Podemos, incluso enfrentado a Iglesias. Únase a la debacle el batacazo de las Mareas en Galicia y, sobre todo, la hecatombe de Madrid, en la que él tiene una directísima responsabilidad, y ya me dirán si Pablo anda o no en el alambre.

El caso de la capital nos descubre importantes claves: la catastrófica gestión de las candidaturas, fruto de una organización que se resiente del hiperliderazgo de un Iglesias incapaz de asumir esquemas verdaderamente democráticos, impermeable al más mínimo pluralismo, anuncia malos tiempos para una formación que diríase a punto de fragmentarse en mil pedazos.

Tiene Pablo Iglesias ante sí una disyuntiva compleja: o se marcha o, rectificando, deja que el invento, aun con él, recupere el espíritu asambleario de los padres fundadores. Ambas hipótesis casan poco con su marcada personalidad mesiánica y no se vislumbran fáciles. Llega la hora de averiguar la talla real de un personaje del que todavía ignoramos si sirve o se sirve de Podemos.

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