LA clase política que tenemos es catastrófica, eso es indudable, porque una clase política responsable -tanto en el gobierno como en la oposición- ya habría llegado a un gran acuerdo de mínimos para tomar medidas eficaces contra la crisis en vez de dedicarse a las peleas de párvulos. Pero me pregunto si hay una alternativa posible al margen del modelo que representa esa clase política egoísta y mezquina y con frecuencia irresponsable.

¿Sería mejor una sociedad gobernada por los enmascarados sonrientes de Anonymous? ¿O una sociedad de líderes populistas que prescindieran de los partidos y manejaran las instituciones con gente escogida al azar: un tendero, por ejemplo, junto con una enfermera, una informática, un camionero? ¿Sería mejor un mundo en el que no existieran los Parlamentos ni los tribunales ni la banca? ¿Seríamos más felices si viviéramos una vida austera y respetuosa con la naturaleza, tal como hacen los amish de Norteamérica en casas sin electricidad ni teléfono?

Lo dudo mucho. Al margen del sistema político que tenemos, no hay nada más que demagogos mil veces más codiciosos e inútiles que los políticos. O no hay otra alternativa que la desaparición del Estado y su sustitución por una sociedad controlada por bandas de narcos y de paramilitares enfrentadas entre sí, como ya está ocurriendo en México y como hace dos décadas ocurrió en Colombia. Lo curioso del caso es que hace 20 años la situación era el revés: Colombia vivía en el caos y México vivía en una cierta armonía. Pero si Colombia está saliendo del abismo es gracias a una clase política que se ha formado con los mejores miembros de la sociedad y que ha sabido gobernar con responsabilidad y con inteligencia. Todo lo contrario de lo que ha ocurrido en México y me temo que está ocurriendo en España.

Hace dos años, en una pequeña ciudad de Marruecos, tuve ocasión de charlar con uno de los políticos del alcalde. Aquel hombre me habló de las reuniones con los vecinos de una barriada para instalar el alcantarillado, y de otra barriada que aún no tenía electricidad, y de las obras de un colegio que no sabía cómo pagar. Aquel hombre hablaba con tanto entusiasmo que de pronto descubrí la nobleza que puede tener el oficio de político. Aquel hombre no me engañaba ni hacía teatro (no creo que supiera hacerlo, y ni siquiera creo que se imaginara que pudiera servirle de algo). Tan sólo era un hombre al que le gustaba lo que hacía. No recuerdo cómo se llamaba, pero no he olvidado sus ojos brillantes mientras hablaba de la electricidad y de las obras de un colegio como si me estuviera hablando de una gran montaña a la que por fin había conseguido ascender. Me despedí de él con una inclinación de cabeza. Poca gente se la merece tanto.

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