La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Historia como paliativo

HACE poco salía a las librerías el libro póstumo del popular historiador Manuel Fernández Álvarez. Ampliando el marco cronológico de sus estudios habituales (los siglos XVI y XVII), nos ofrece en él una nueva versión de la historia de España. Me recuerda la aparición, hace ya algunos años, de otra obra, muy difundida, también de carácter póstumo, con el mismo asunto, escrita por otro gran historiador, Domínguez Ortiz. Entre ambos textos, han sido numerosos los compendios de historia de España que han aparecido en los últimos años, algunos, qué duda cabe, producto de aprendices de historiador; pero otros, como las arriba citados, obra de buenos profesionales (García de Cortázar, Valdeón, Santos Juliá, Payne, Ruiz-Domènech, etc.).

¿Qué está ocurriendo en nuestro país para que especialistas en temas históricos de carácter monográfico y editores de procedencia diversa se hayan animado a publicar este tipo de obras generalistas sobre el largo devenir hispano? ¿Acaso no contábamos ya con buenos libros, algunos de calado, de similar amplitud? ¿Es mera casualidad, acaso oportunismo?

En lo que va transcurrido de vida democrática en España, no han dejado de actuar fuerzas centrífugas que han ido progresivamente desfigurando la visión del pasado común de los españoles. Los historiadores aceptamos que haya interpretaciones del mismo, a la luz de nuevas investigaciones o de la aparición de nuevos documentos. Sin embargo, no se trata en este caso de tal circunstancia, lógica en cualquiera de los ámbitos científicos que se aborden, sino de intereses espurios al objetivo propio del historiador. Es así que las autonomías, unas por supuesto más que otras, y sobre todo los nacionalismos, han buscado acomodar la visión del pasado a su interés de promover una identidad distinta de las demás, con frecuencia ficticia, como si se vieran obligados a justificar su existencia. Y a este empeño se han dedicado recursos humanos y económicos importantes.

Es verdad que sus artífices han podido encontrar a mano quiénes, compartiendo sus propósitos o buscando reconocimiento, se han prestado a la tarea de hacer este tipo de historia. Así, del prestigio que por los años sesenta-setenta alcanzara el trabajo del historiador, se ha pasado hoy a una cierta desconfianza por parte de nuestros conciudadanos hacia el mismo, pretextando, y con frecuencia no sin falta de razón, que se trata de relatos parciales e interesados.

Fruto de todo ello y de unos planes de estudio acomodados a dicho objetivo identitario ha sido la aparición en las últimas décadas de publicaciones, algunas como libros de texto para estudiantes de Primaria y Secundaria, de contenido historiográfico reductor; es decir, que olvida los decisivos vínculos interregionales, prescinde de la idea de pertenencia a una unidad superior de ámbito peninsular e, incluso, ofrece visiones sesgadas del pasado. Actitud que hemos visto trasladarse a esa reinterpretación de la II República, la Guerra Civil y el Franquismo, que ha propiciado la llamada "Memoria Histórica".

Los historiadores profesionales sabemos la función que cumple al conocimiento del pasado para entender mejor el presente. Pero, asimismo, como recordamos con frecuencia a los alumnos, la historia ha sido utilizada por los regímenes, los gobiernos, los vencedores y los poderosos para sus fines nacionalistas, hagiográficos o de "lavado de cerebro" de las masas. Lo cual no quita para que, sin ser nuevo el fenómeno, no se denuncie una y otra vez por sus nocivos efectos.

Esta España desfigurada que estamos legando a nuestros sucesores, sin referencias a una historia común, compartida, con momentos ciertos de tensión, pero con una voluntad decidida y reiterada en el tiempo de permanecer unidos, amenaza seriamente nuestra convivencia como pueblo, los necesarios lazos de afecto entre los miembros de las comunidades y la posibilidad de un horizonte sin sombras.

Los historiadores, sensibles desde ángulos diferentes al problema, se han puesto manos a la obra, con su experiencia y conocimientos, para paliar, en la medida de lo posible, el problema. ¿Cómo? Abandonando temporalmente sus líneas de investigación habituales, para responder a un compromiso social: presentar ante el gran público o, mejor, a sus compatriotas, una visión integrada del pasado común. Los editores, atentos a su vez a las exigencias del mercado, les han secundado.

Ello explica la proliferación, un tanto insólita, de historias de España que he puesto de manifiesto al principio. No me cabe duda de que, a pesar de las diferencias interpretativas existentes entre unas y otras obras, todas ellas participan de un objetivo común: aportar su granito de arena a que los españoles tengamos una visión cabal de nuestro pasado y percibamos con claridad los puntos que nos unen en un devenir compartido.

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