La tribuna

ramón Valdivia / giménez

Guerra o cultura del encuentro

EL papa Francisco está sufriendo y está preocupado por el dolor que ha percibido en los testimonios e informaciones que le llegan desde Siria y desde tantas partes del mundo. El Papa, y sobre todo el más de un millón sólo de niños desplazados que han dejado todo huyendo de la miserable guerra. Una guerra que lleva ya varios años in nuce, pero que sólo ahora, con la aparente e inminente intervención militar de los Estados Unidos, parece que ha tomado un relieve informativo que lo lleva a la primera plana.

Ante el silencio de los gobiernos, el Papa, desde el balcón del Vaticano, gritó una vez más lo mismo que otros pontífices; especialmente recuerdo el llamamiento angustioso de Juan Pablo II ante la inminente guerra de Iraq. "No más la guerra", decía el Beato Juan Pablo II, y ahora, Francisco: "El uso de la violencia nunca trae la paz. ¡La guerra llama a la guerra, la violencia llama a la violencia!". Sin embargo, nuestra civilización, consumista por deformación, olvidará estas palabras y una nube de escepticismo borrará toda huella de estas palabras angustiosas. La voz que clama en el desierto… terrible sino para aquellos que buscan la paz. Sin embargo, las huellas del dolor de la guerra de Iraq están todavía vivas, como lo estarán cuando termine, si es que alguna vez termina oficialmente, la guerra en Siria.

Ahora no es el tiempo de dilucidar quién es el que tiene razón, sino cómo vivir. Mientras que los organismos de la ONU tratan con mucho esfuerzo de establecer condiciones de paz en la zona, aclarando si efectivamente el régimen sirio usó armas químicas o fueron sus oponentes, la masa de hombres, mujeres y niños se desplazan de sus hogares y viven el horror dramático de la guerra. No se puede negar el esfuerzo de la asistencia humanitaria para sofocar este horrendo problema. Pero ¿y nosotros? ¿Podemos pasar por alto la advertencia del juicio de Dios y de la historia, como dice el Papa Francisco? Todavía podemos recordar los efectos de la guerra de Iraq, el despertar la ola de fanatismo violento que generó y las vidas de españoles que se perdieron y que el lenguaje llamó "efectos colaterales".

Sobre el modo de vivir, el Papa habla de la cultura del encuentro, como único camino posible para la paz, que es exigencia y patrimonio de todo de ser humano. El anhelo de paz no puede sofocarse por intereses espurios. Pero, claro, siempre habrá quien defina esta cultura del encuentro como las palabras bonitas de alguien que está ajeno al conflicto, como algo utópico, o algo sin sentido. Nada más lejos de eso. Obedece a una razón antropológica. Por más que la razón contemporánea quiera hundir sus raíces en el programa hobbesiano y nietzscheano, el corazón tiene razones que ven más lejos que estas limitadas filosofías modernas. El hombre no es un lobo para el hombre, ni tampoco está en el mundo como un proyecto de un superhombre que pueda someter a sus semejantes para imponer su voluntad de poder. El hombre, en su más íntima naturaleza, es deseo de bien y de paz, que son atacados por el miedo. El grave problema al que nos enfrentamos no son sólo las bombas sino el miedo atroz que nos provoca el vecino.

Por eso el Papa promulga incesantemente la cultura del encuentro, que pueda frenar la escalada del miedo y de la desconfianza. Una cultura del encuentro que necesita partir del yo, de la propia persona que pueda dejar el ruido de las armas y escuchar la voz de su conciencia, que no se cierren a sus propios intereses y en tercer lugar que vean al otro como un hermano. Para ello se necesita el coraje de emprender "con valentía y decisión el camino del encuentro y de la negociación, superando la ciega confrontación". Es verdad que puede parecer utópico, pero no hay nada más real. Sólo quien haya tomado alguna vez en su vida la iniciativa de perdonar y salir al encuentro de la paz perdida puede saber que este camino, aunque arduo, es la mejor garantía de una verdadera salud. Este camino lo recorrió magistralmente un judío hace dos mil años, rechazando el deseo de venganza y encontrándose con los hombres, con todos, incluso con aquellos que creían que le quitaban la vida, cuando era Él quien se la ofrecía a Su Padre.

A su modo, lo que pide el Papa a los católicos en el ángelus del pasado domingo, y también solicita a todos los hombres de buena voluntad, es hacer una cadena para la paz, a través de esa ofrenda de oración y de ayuno para lograr esta paz. Estos medios suscitarán de nuevo la perplejidad de quienes no quieran oír la voz que grita en el desierto, puede ser. Pero otra alternativa es gritar a la nada, entablando discordantes conversaciones para dilucidar quién lleva la razón, o cambiando de canal para no ver la realidad. Por eso animo a los amables lectores del Grupo Joly a que secunden la iniciativa del Papa. Da igual si la ha convocado él u otros, la invitación con esta oración es lo más oportuno y conveniente para todos, creyentes o no: escuchar la voz de la propia conciencia y compartir el hambre de quienes no pudieron comer en ese día y si es creyente, aún con más razón, el mendigar a Aquel "que no tiene reparos en llamarse nuestro Dios" [Lumen Fidei 55], que nos libre de la tentación de la violencia, en Siria y en nuestra sociedad.

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