Pocas cosas suelen ser más injustas que la generalización. Es una de las grandes trampas del ser humano y por ahí, en muchas ocasiones, pasamos todos. Esa costumbre de hablar de colectivos, de países, de regiones, de una profesión, de una raza, de educación, de religión, de los políticos... y hacerlo esgrimiendo argumentos globales, en conjunto, con un sólido cargamento de tópicos que se dan por ciertos, sin apenas comprobación, y que van conformando un inmenso río de agua sucia en cuyos lodos se arrastran después por igual justos y pecadores, criticados con razón y personas de bien que pasaban por allí y cuyo comportamiento está lejos de sus paisanos o compañeros de profesión. En ese afán por generalizar la crítica se esconde a menudo la difamación, la calumnia, la mentira que va calando en la opinión pública hasta convertir en verdad un cúmulo de hechos que no son como se cuentan.
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