Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Gata en agosto

EN agosto todos los gatos actúan como si vivieran sobre un tejado de cinc caliente; quiero decir que, en cuanto el clima lo permite, todos se meten en la piel de Liz Taylor cuando hizo la versión cinematográfica de la famosa obra de Tennessee Williams. Y más si son gatas: basta que encuentren el balcón abierto, incluso al mediodía, para que se hagan una rosca a pleno sol y absorban en el pelaje todo el calor que un ser vivo puede soportar. "¿Qué saca una gata de estar sobre un tejado de cinc caliente?" le preguntaba Paul Newman a la Taylor en la mencionada película. "Nada: sólo el hecho de estar allí", contestaba ella. Pero yo miro a la gata, la veo pasearse por la casa con todo ese calor que se ha echado encima, como uno de esos vagabundos que se cargan de abrigos en pleno verano, y sé que su propósito va más allá. Que atesora sensaciones, digamos, para cuando falten. Y que, en su memoria gatuna, éstas aflorarán sin esfuerzo cuando llegue el invierno y, a falta de sol, la gata se arrime temerariamente al calefactor o a la chimenea. Para eso está el verano: para atesorar esas imágenes gratas que luego buscaremos con esfuerzo en épocas menos propicias. La de una playa llena de gente desnuda; la de una noche a la intemperie; la del mar como un lecho fresco e inmenso. Luego llega el invierno y los gatos (quiero decir, nosotros), sustituiremos esas plenitudes por sus versiones íntimas y domésticas: la desnudez bajo la ducha; la noche al otro lado del cristal; y el mar, no ya como un lecho acogedor, sino como un mero paisaje al que mejor no acercarse, no vaya a devorarte.

Pero es agosto y los gatos disfrutan de las benignidades extremas de la estación. Cuando se cansan de absorber calor, se tumban en las losas frías, muy estirados, y experimentan el placer de diluirse; es decir, la sensación de que algo así como un exceso de ellos mismos, un sobrante del yo, es transferido gratuitamente al medio, igual que el calor pasa al terrazo frío. También nosotros lo hacemos: la circunspección estalla en camisas floreadas, la seriedad de los calcetines negros cede a la frivolidad del pantalón corto. Que son también maneras de diluirse, de descargarse de un exceso de individualidad. A un paso, en fin, de la disolución suprema, que tan bien fingen los gatos cuando yacen estirados, tiesos, como esos congéneres suyos que han terminado sus días en una cuneta.

Pero los gatos son tan reacios a la tragedia como reticentes a la comedia. Si a veces hacen reír, es siempre involuntariamente, y la risa es más una desmesura del espectador que algo derivado de una imposible pérdida de dignidad por parte de ellos. En agosto los gatos, como nosotros, se empapan de la razón de ser de los ciclos naturales. Los aceptan sin más. Y, bien pertrechados, esperan resignadamente lo que tenga que venir. Como nosotros.

benitezariza.blogspot.com

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