Franquicias

Vayamos adonde vayamos, ya sólo nos esperan las mismas franquicias y las mismas muchedumbres

En el ascensor me cruzo con un grupo de chicas que participan en una despedida de soltera. Ocupan un piso turístico que acaba de iniciar su actividad. En el barrio cada día aparece un nuevo apartamento turístico. A todas horas ves pasar gente con la maletita de ruedines que va buscando una dirección en el móvil. Y te cruzas con esa gente en el patio, en el rellano, en la entrada. Uno procura llevarse bien con los vecinos, pero ¿qué normas de cortesía pueden existir para la gente desconocida que enseguida desaparecerá sin dejar rastro? ¿Qué les dices? ¿Y qué clase de relación puedes establecer con ellos?

Y algo así ocurre también en los centros de la mayoría de nuestras ciudades. Si quieres pasear o ir a algún sitio, tienes que abrirte paso entre multitudes de turistas que abarrotan las calles y que parecen mirar con sorpresa a esos aborígenes presurosos que caminan con un fajo de papeles en la mano en vez del preceptivo cucurucho de helado multicolor. Y esas mismas calles ya no son más que un decorado repleto de franquicias, gastrobares, tiendas de souvenirs y edificios reconvertidos en apartamentos turísticos. Imposible ver una ferretería, una relojería, una lavandería, una librería, un bar que no pertenezca a una franquicia o que no finja serlo. Y por todas partes, mires a donde mires, sólo hay hoteles, hoteles grandes, pequeños, anticuados, esnobs, sofisticados, impersonales. El otro día pasé por delante de tres hoteles enormes situados a menos de cien metros el uno del otro. A ojo, calculé que cada hotel podía tener unas 200 habitaciones. ¿Hay turistas para tantas habitaciones? ¿Y qué será de esos hoteles si un día, por las razones que sean, dejan de venir los turistas?

Sí, ya lo sé: no tenemos industria ni otros medios de subsistencia, así que esos turistas significan empleos y salarios para mucha gente. Y por supuesto, nosotros mismos somos los primeros que viajamos a otro sitio y nos alojamos en apartamentos turísticos y usamos los vuelos low cost, aunque vayamos adonde vayamos ya sólo nos esperan las mismas franquicias y las mismas muchedumbres consumiendo helados por las calles atiborradas. Si eso es bueno o malo, no lo sé. Pero lo que sé es que en nuestra ciudad nos sentimos invadidos. Y la ira -una ira que no sabemos muy bien contra quién se dirige- se va apoderando poco a poco de todos nosotros.

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