HACE cinco o seis años, casi nadie sabía nada del comisario europeo de Asuntos Económicos o del presidente del Banco Central Europeo. Tampoco nos importaba demasiado quién gobernaba en Alemania o qué política fiscal se seguía en Grecia. Ahora todo esto ha cambiado. Desde que empezó la crisis, y sobre todo, desde que tuvimos que pedir el rescate bancario, todos hemos empezado a sentir que las instituciones europeas tienen mucho más que ver con nuestra vida -en lo bueno y en lo malo- que un ministerio o que una consejería autonómica. De repente se ha desplazado el eje de gravedad de lo que consideramos nuestro y se ha extendido a toda Europa. Y ya miramos de otro modo todo lo que ocurra en la compleja burocracia europea, un asunto que antes nos parecía tedioso o incomprensible, o las dos cosas a la vez.

Sin darnos cuenta, por vez primera en nuestra historia nos hemos convertido en ciudadanos plenamente europeos. Es cierto que ya éramos europeos desde hace casi veinte años, pero eso sólo tenía unos efectos puramente administrativos. Puede que nuestro pasaporte fuera europeo, pero en el fondo de nuestro corazón las instituciones europeas seguían pareciéndonos tan ajenas a nuestra forma de ser como la cinematografía danesa o la historia reciente de Bélgica. La crisis, sin embargo, lo ha cambiado todo. Y en estos dos o tres últimos años hemos vivido un proceso de integración emocional en la idea de Europa que en sentido histórico nos llevó más de cinco siglos. Por primera vez, los límites emocionales de lo que consideramos nuestro se han ensanchado hasta cubrir los límites fronterizos de la Unión Europea. Y por primera vez nos hemos desprendido de ese caparazón castizo que nos hacía sentirnos sólo españoles (o primero andaluces y luego españoles, según fueran los gustos de cada uno).

Ha sido un proceso muy rápido del que ni siquiera hemos sido conscientes. Y aunque mucha gente no lo haya asumido aún de forma racional, ya estamos preparados para elegir a nuestros gobernantes a escala europea. Es cierto que nuestra primera reacción con Europa es de enfado, ya que la acusamos de imponernos condiciones draconianas a cambio del rescate bancario. Pero al mismo tiempo nos hemos dado cuenta de que Europa nos ha prestado un dinero que no teníamos y que nos hubiera resultado muy difícil encontrar. En otras circunstancias, las consecuencias de la crisis habrían sido mucho más dramáticas. Y aunque está claro que todavía opondremos resistencia al hecho de ceder soberanía nacional ante las instituciones europeas, eso se deberá más a una cuestión de hábito que de verdadera convicción moral. Y es que esta crisis nos ha hecho aprender a ser europeos al cien por cien. Es lo único bueno que tiene.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios