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Espíritu olímpico

Incluso los más refractarios podemos tener una hierofanía del espíritu olímpico

No he estado siguiendo los Juegos Olímpicos. Incluso sopesaba escribir un artículo paradójico tratando de explicar de forma interesante mi falta de interés. ¿Demasiada importancia a los gestos reivindicativos? ¿Más imagen que mérito? ¿Más sentimentalismo que superación? ¿Políticas identitarias donde menos se las espera, como salta la liebre? ¿Polémicas puritanas alrededor de los cuerpos perfectos? No lo sé y ya casi no importa.

Estaba tomándome un café cortado y leyendo un libro, cuando de reojo en la pantalla del bar he visto el lanzamiento de peso de un atleta neozelandés (creo) llamado Welsh (me suena). Era un gigante -a lo largo y aún más a lo ancho-, pero ha dado dos gráciles vueltas sobre su propio eje con dos saltitos finales. Esa sobreposición de círculos: el de su figura rechoncha, el de los músculos esféricos de su brazo, el de sus giros, el de la bola de peso, el de la parábola del vuelo y el del círculo desde el que lanzaba han dibujado en mi mente el logotipo olímpico.

No me extraña que gente más joven y delgada que yo y entrenada para eso corra tanto. Natural. Sin embargo, este señor tan descomunal, que triplica hasta mi peso, moviéndose con tal gracilidad inalcanzable me ha impresionado. "Un acto de amor nunca es ridículo", advertía Léon Bloy; y uno adivina con facilidad cuántas horas de entrenamiento duro y de delicada pasión por tan extraña disciplina deportiva hay detrás de ese lanzamiento que adquiría como si nada perfiles de ballet clásico, como pasando de un tour en l'air a un tour jeté.

No sé si el buen hombre habrá ganado una medalla, aunque diría que no, por su propia cara de resignación tras el resultado y por la poca euforia de los comentaristas televisivos. Con todo, mi medalla de oro ya la tiene. Nadie más se ha dado cuenta de que el tipo lanzó lejos no sólo la bola en sí, sino también todo el soporífero sopesamiento que yo me traía entre menos; y algo aún más pesado: mi indiferencia; y todavía más: mi pedantería de plomo; y, encima, el peso muerto de mi incapacidad para admirar a unos jóvenes que se ilusionan y esfuerzan. Todo eso voló gozosamente por los aires.

Chesterton, que también tenía un perfil de lanzador de peso, decía: "'Imparcialidad' es un sinónimo pomposo de 'indiferencia', que es un sinónimo elegante de 'ignorancia'". ¿No voy a estarle agradecido a Welsh, si de eso me ha librado, con dos vueltas ingrávidas sobre su eje?

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