Este fin de año, como fin de década, se cierra con solemnidad de portón catedralicio. Hay cosas para las que, en efecto, ni la más loca imaginación nos preparó. La crisis desveló su carácter de enfermedad degenerativa y crónica; y la realidad más real se convirtió en algo tan moldeable como si hubiera caído en manos de un Ministerio de la Verdad transversal. Diez años no deberían pasar sin poder decir que uno es mejor -no, desde luego, que se está mejor: en ninguno de los sentidos que pueda incluir la carcasa física-. Pero sí que se es un poco mejor persona, que se está un poco mejor armado intelectualmente, un bastante más vacunado. Desde lo personal, pienso que el regalo de esta última década ha sido incalculable. Y es el mismo don que celebramos desde hace siglos, en estas fechas, cada giro de rueda: el alumbramiento, la epifanía. El ver cómo los nudos y la niebla se deshacen. No hay mayor regalo.

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