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Enfermedad infantil

Uno de los grandes logros de los andaluces ha consistido en no dejarse embaucar por el nacionalismo

El pasado jueves Luis Sánchez-Moliní resaltaba, con ingenio, en un artículo, las recientes y repetidas alusiones del presidente de la Junta a un cierto andalucismo como nuevo instrumento movilizador de su política. Han sido declaraciones en tono menor, como de paso, sin poner mucho énfasis, quizás lanzadas para medir el eco y calcular su crédito en el bolsín de votos. Sin embargo, sorprende que, a estas alturas de los tiempos, no ya el Partido Popular sino cualquier otro, quiera remover en Andalucía, otra vez, las ilusiones instrumentales del nacionalismo. Porque uno de los grandes logros de la población andaluza, desde hace un siglo, ha consistido en no dejarse embaucar por enfermedad tan infantil. Un remedio que, con ingenuo despliegue de sentimentalismo, identidades y símbolos, promete curar todas las grandes carencias. Para lo cual también recurre, de manera ineludible, a inventarse enemigos culpables a los cuales irremisiblemente hay que odiar para poder así sentirse víctimas. Parece un cuento de niños, pero basta mirar alrededor y se comprueba, con escalofrío, el panorama español, el europeo y así sucesivamente. El nacionalismo, con sus primitivos encantos terapéuticos, acaba convertido en la madre de todos los males y no es fácil inmunizarse contra sus señuelos. Lo manipulan una gama de políticos que viven opíparamente de ese oficio y una vez que comercializan tan milagroso crecepelo, no es fácil desplazarlos.

En Andalucía también surgió una tentación similar, provocada por quienes pretendían seguir con mimetismo obsesivo los pasos que se daban en el norte para parecer, gracias a himnos y banderas, distintos al resto de los españoles. Pero en Andalucía no se sucumbió a tales cantos de sirena. La explicación de tan cívica resistencia todavía permanece sin aclarar. Cómo pudo ser que unas tierras repletas de problemas económicos y desigualdades, no acogiese el instrumental manipulador ofrecido por un andalucismo que, aunque de cara amable, se sustentaba en la exaltación de lo propio frente al vecino. Por fortuna, si hubo tentación, ésta duró pocos años. Quizás porque si bien eran muchas sus necesidades y carencias sociales, también Andalucía contaba con el antídoto de una amplia cultura, capaz de captar la escasa valía a largo plazo de esos vendedores de crecepelos. Y aunque se hable poco de este rechazo, ha supuesto una gran aportación a la convivencia democrática en España. Por ello, este es el otro tipo de andalucismo, llámesele como se quiera, que habría que recuperar, explicar y difundir.

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