Efecto colateral

El proceso inflacionario de las normas de nuestras sociedades hiperreguladas se ha disparado

El escritor Alberto Olmos (1975) ha escrito un gozoso artículo titulado "Así fue como mi hija y yo rompimos la ley", hablando de cómo, cogiendo carrerilla en el agravio comparativo con los perros, los dos se saltaron a conciencia el confinamiento (antes del permiso). Lo que más me chocó es que Olmos confesaba que era la primera vez que quebrantaba una ley.

No cabía en mí de asombro ante un positivismo mantenido a pulso tantos años. En parte por el contraste. Ya conté aquí (porque ha prescrito) que mi padre me regaló una vespa de 125 c.c. antes de que pudiese tener carnet para esa cilindrada, porque "dos años pasan volando y tampoco la iba a coger tanto". Son cosas que, además de celebrarse toda la vida, transmiten una cosmovisión. Aunque mis pequeños ya han pasado por ordalías análogas, no pondré ejemplos (porque no han prescrito). Transmiten la latente existencia de soberanías distintas del poder estatal. Así, por ejemplo, las órdenes de mi padre eran, en cambio, sagradas. O como exulta memorablemente Olmos tras su infracción: "La libertad destiló entonces su sabor exacto: el sabor de lo correcto".

No es sólo Olmos. Un amigo que me he cruzado (acompañados de nuestros respectivos y preceptivos canes) ha vuelto a sorprenderme al contarme que se pasa el día haciéndose el sueco. Alega sin cesar desconocimiento de las normas que cimentan la nueva normalidad. Como mi amigo es o era muy puntilloso, empiezo a sospechar que este estado de alarma puede estar produciendo un efecto colateral.

En habiendo tal abundancia de reglas, algunas bastante arbitrarias, jaleadas por la llamada (y que me perdone la policía) "policía de los balcones", incumplidas (véase la cuarentena de Iglesias) por los mismos que las promulgan, con poco debate social previo, con alteraciones sobre la marcha, etc., la gente empieza a despegarse del cumplimiento escrupuloso. Lo que no anima ni justifica ninguna falta de responsabilidad, sino quizá todo lo contrario.

La coyuntura cae o sobre el terreno fértil del orgullo rebelde del hidalgo español, siempre predispuesto al fuero y al privilegio (no en el sentido socialdemócrata de prebenda, sino en el original de ley personalizada), o, en el peor de los casos, sobre el campo agreste de la picaresca hispánica. A la propensión patria a ponernos el mundo por montera o a saltarnos las reglas a la torera lo único que le faltaba es que nos toquen las palmas.

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