LA jornada de huelga convocada ayer en todos los niveles de la enseñanza tuvo un seguimiento desigual, mayor entre los estudiantes que entre los profesores, y con más participación en las manifestaciones que en el paro mismo. La huelga pretendía ser el catalizador del malestar generado en diversos sectores sociales por la reforma elaborada por el equipo del ministro de Educación, José Ignacio Wert, que supondrá, si se aprueba como está, un cambio sustancial en la enseñanza española. Le Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (Lomce) viene a implantar, en efecto, un nuevo modelo del sistema educativo. Será, en su caso, la octava legislación educativa desde la llegada de la democracia, y éste puede ser su mayor defecto, que no es sólo suyo: es inconcebible que la política española no haya sido capaz de articular un sistema de enseñanza duradero, y muy perjudicial que casi cada gobierno se haya creído en la obligación, y el derecho, de imponer sus propios puntos de vista y premisas en la organización y funcionamiento de las aulas. El reto al que Wert intenta dar respuesta es el de la calidad, ya que el elemento de justicia y racionalidad que ha supuesto la universalización de la enseñanza no se ha visto acompañado por el logro de una enseñanza cualitativamente aceptable. Ahí están las elevadas tasas de abandono y fracaso escolar en los niveles no universitarios y la falta de éxito de las enseñanzas superiores, sobre todo en su relación con la inserción en el mercado laboral de unos profesionales bien formados. Algunas de las medidas contempladas por la reforma Wert van en la buena dirección, como la vuelta de las reválidas, el adelanto de los itinerarios, la especialización de los centros y, en general, la prima que se otorga al esfuerzo y el mérito, dos de los grandes olvidos del sistema durante los últimos años. Otras, por el contrario, parecen imposiciones derivadas en ocasiones de una motivación más ideológica que pedagógica, como son la privación de preeminencia legal a la escuela pública o la recuperación de la materia alternativa a la asignatura de Religión. Lo que se repite, en todo caso, es la desdichada idea de que cada partido, cuando accede al poder temporalmente, se sienta en el compromiso de llevar a la práctica su propio y excluyente modelo, y lo haga sin contar con la colaboración de los docentes y sin el consenso de toda la comunidad educativa. Es lo que da a cada reforma una condición de norma efímera, incompatible con las necesidades de una sociedad desarrollada que exige un sistema educativo con valores permanentes y alejado de los vaivenes partidistas. Tampoco debe ser tan difícil ponerse de acuerdo en cuatro o cinco grandes líneas de actuación en la enseñanza.

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