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Víctor J. Vázquez

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Dramática Monarquía

El Rey asume una norma no escrita de la Constitución, que le impone como causahabiente la ruptura con su progenitor

La Monarquía es una institución biológica y, como la propia vida, no puede escapar de ciertas vicisitudes trágicas. La muerte prematura, la incapacidad, la impotencia o el mal matrimonio… son todas ellas cuestiones que atañen a la regulación esencial de una institución siempre sometida, como la propia genética, al albur de la fortuna. Hay, digamos, un azar carnal en la Corona que la convierte, donde perdura, en una advertencia sobre los límites de esa ilusión racionalista que es el constitucionalismo. Límites, claro, derivados de la propia imperfección humana. Así, aunque hayan pasado años desde la época victoriana, sigue vigente la intuición de Shakespeare de que es dramática en su esencia la relación del poder con la sangre. Desde luego, dramática es la situación de quien es Rey por masculinidad y por primogenitura de aquel que amenaza, con su conducta pasada y presente, los principios de legitimidad de un nuevo reinado. Como advierte Constant, la Monarquía, frente a la República, se caracteriza por la limitada posibilidad que tiene el Príncipe nuevo de atacar el pasado. Hay algo antinatural en el aborrecimiento de la casusa sanguínea de tu poder, y, además, quien lo hace corre el riesgo de perder, en ese desaire, el favor de aquella parte del pueblo crecida bajo la imagen carismática del viejo monarca.

En cualquier caso, uno intuye que, en una sociedad democrática, sólo a través del repudio puede el Príncipe nuevo hacer frente a los graves actos de indignidad de su predecesor. Solo desde ese dramatismo puede una institución de legitimidad tan delicada tener la oportunidad de sobrevivir a las lacras de su pasado. Así, de alguna forma, el hoy Rey de España asume una norma no escrita en el Título II de la Constitución, que le impone como causahabiente la ruptura con su progenitor. Y lo hace al mismo tiempo que intenta dibujar una nueva práctica institucional de la Corona, y una idea también diversa de cómo regir su propia familia. En cualquier caso, cabe recordar que el repudio no es algo novedoso en nuestra reciente historia monárquica, pues ya fue puesto en práctica por el joven Juan Carlos I, quien además de preterir a su propio padre, repudió con sus actos la fuente primera de su legitimidad regia, el régimen franquista, para convertirse así en Jefe del Estado de una Monarquía Parlamentaria.

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