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La tribuna

eduardo Gamero

Derecho y política ante el independentismo

EL modelo autonómico español ha sido un éxito indudable porque en un momento extraordinariamente delicado resolvió de manera satisfactoria un grave problema histórico, y mediante su progresiva evolución ha permitido afrontar los nuevos desafíos que con el tiempo se le han ido presentando. La arquitectura del Estado autonómico supuso una pieza clave de la Transición, que canalizó las aspiraciones de autogobierno de comunidades políticas con intenso sentimiento nacional. Ha servido de modelo y referente para procesos posteriores de descentralización política en otros muchos países. A toro pasado también podemos reprochar una serie de errores que inevitablemente arrastra y que deben corregirse: exceso de instituciones, fragmentación del mercado, incremento de burocracia... Pero es difícil imaginar otro modelo de descentralización política capaz de resolver los desafíos que se le presentaban al constituyente español en 1978.

El Estado autonómico es una construcción estrictamente política, a la que el Derecho dio forma mediante el Título VIII de la Constitución española. No se trataba de un diseño jurídico preexistente: se concibió en su día como una solución de carácter político que el Derecho se limitó a articular técnicamente. Con el tiempo, nuevas reivindicaciones y aspiraciones políticas han requerido adaptar ese marco jurídico inicial, mediante interpretaciones que pretendían hacerlo evolucionar, pero sin llegar a fracturarlo. El diseño jurídico originario se ha ido tensando y desfigurando, alcanzando su límite con las últimas reformas estatutarias, en las que daba verdaderamente un salto en el vacío, concediendo (especialmente a Cataluña) unas competencias que desbordaban claramente el marco constitucional.

La actual crisis independentista echa sus raíces en el sustrato de frustración que genera en Cataluña la sentencia del Tribunal Constitucional que desmantela los aspectos más sensibles del nuevo Estatuto de Autonomía. La imposibilidad de seguir profundizando en la senda del autogobierno desata definitivamente una aspiración de independencia ampliamente respaldada por los catalanes, como avalan no sólo las encuestas, sino también los hechos. Si Cataluña desea verdaderamente ser independiente, a esta reivindicación que representa un grave problema político no se le puede ofrecer un argumento estrictamente jurídico: el hecho de que la Constitución no tolera que se celebre el referéndum unilateralmente, y de que esta decisión corresponde al conjunto del pueblo español, en el que reside la soberanía nacional. Esa afirmación es rotundamente cierta, pero no resuelve el problema.

Se trata de un conflicto político al que se le está ofreciendo una respuesta jurídica. Pero el Derecho es en este caso inútil para resolverlo: ya ha llegado hasta donde podía. Ahora es la política quien debe tomar cartas en el asunto y resolver el problema. El Derecho, según las palabras de Celso con las que se abre el Digesto, es ars boni et aequi, el arte de lo bueno y de lo justo. La política, en cambio, como advirtió Aristóteles, es el arte de hacer posible lo imposible: y de eso se trata ahora. A este conflicto le corresponden soluciones políticas que luego se instrumenten jurídicamente.

Parece inevitable pensar que tales soluciones pasan por una reforma de nuestro modelo de Estado, moviéndose en un delicado equilibrio entre las tendencias centrífugas de Cataluña y País Vasco (principalmente) y las tendencias centrípetas de otras nacionalidades y regiones españolas. El Estado federal se presenta como opción en la medida que permite reconocer la existencia de Estados nacionales dentro de una Federación española y canalizar su aspiración de disponer de un Estado propio. Pero poner este debate sobre la mesa exige una serie de circunstancias que no se dan.

En primer lugar, necesitamos hombres y mujeres de Estado, capaces de asumir responsabilidades y tomar decisiones que supongan un desgaste personal a sabiendas de que resultan imprescindibles para el bien común; y que se comporten con lealtad institucional, no sólo para con la razón de Estado, sino también para con el resto de agentes políticos. Un perfil que abundó en la Transición y que ahora cuesta encontrar. En segundo lugar, necesitamos un mayor grado de empatía entre los sentimientos nacionales de los pueblos, una aceptación recíproca de las diferentes identidades nacionales, evitando esa tendencia cada vez más acusada a la xenofobia que está levantando murallas; la propia Constitución reconoce que España es plurinacional, y esto significa reconocer y aceptar definitivamente tanto a la Nación española como al resto de nacionalidades, sin que unas y otras se nieguen recíprocamente. Por último, necesitamos un plan, un programa político a desarrollar con unos tiempos y resultados previsibles.

Siendo complicadas estas tres exigencias, la más incierta es la tercera. Pues si la solución es una reforma constitucional para erigir una Federación, ¿qué identidades nacionales se configurarán en ella como Estados? ¿Sólo Cataluña y País Vasco? ¿También Galicia? ¿Y Andalucía? En los demás territorios, ¿llegaría a producirse una espiral de reivindicaciones para dotarse de esa misma fórmula institucional, a fin de evitar agravios comparativos? En tal caso, estaríamos reduplicando el proceso mismo de articulación del Estado autonómico, inicialmente previsto para unos pocos, y finalmente extendido a todos. El temor a repetir la situación puede ser el freno que impide llegar siquiera a plantear la federalización de España. Para neutralizar ese temor necesitamos que se cumplan las dos circunstancias anteriores: hombres y mujeres de Estado, y empatía entre los pueblos.

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