Entra el cliente en una tienda de moda de cualquier centro comercial y, un minuto después, ya no se acuerda si ha llegado hasta allí para comprarse una prenda o para bailar como si de una discoteca se tratara. Tal es el volumen de la música, que para hablar con los dependientes es mejor conocer el lenguaje de signos o elevar el tono de la voz a un nivel superior al de la molesta sintonía, que evidentemente no se escoge entre las sonatas para piano de Chopin, sino entre lo más granado del chunda chunda discotequero. Algún sesudo estudio habrá por ahí perdido que establece la inmediata relación entre los decibelios y las compras: a mayor ruido, más rapidez para sacar la cartera y pagar, que no debe ser porque el cliente necesite los pantalones, sino por salir de allí de inmediato antes de arrugarse el tímpano. Que para comprar, sólo se necesita tranquilidad. Y dinero.

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