C UANDO echemos los bloques de hormigón a la playa verás qué divertido se vuelve todo. No nos gusta que nos miren por encima del hombro. Lo que nos gusta es que nos miren por encima de la verja y del espigón. Así, siempre estarán seguros de que no pasaremos. Vivirán tranquilos pues sabrán que no les amenazaremos en sus tierras, colonizadas por tratados mayúsculos de brazo en alto. Del mismo modo, también nosotros garantizamos que ellos no puedan pasar, a no ser que quieran gastar su dinero en nuestros bares. Esto no es Gibraltar: aquí no hay colas para comprar tabaco ni para trabajar en el recinto barraestrellado. Por eso, la diversión va a ser máxima cuando lancemos los bloques de hormigón y los barcos tengan que sortearlos a lo Chiquito, previo pago de la zona naranja marítima, que alguien ya habrá ideado con sobresaliente mentalidad.

Ya no será tanto por la polémica internacional que cocinaremos, sino por el placer sobrehumano que sentiremos al lanzar los bloques. Que harán chof en el agua y luego rebotará un chorro de espuma hacia arriba, cual géiser islandés. Seremos como titanes que lanzan los dados inmensos del destino. Será algo bonito y los portuenses nos sentiremos útiles para con nuestra patria, que hay que defender aunque sea con bloques de hormigón. Y todo porque Gibraltar está muy lejos de Valdelagrana, que si no, nuestros bloques se superpondrían a los bloques de los llanitos y, en vez de un arrecife, se crearía una gran muralla china, pero con monos y artículos sin impuestos.

Aquí no hay peñón ni monos, por lo que los bloques portuenses se quedarán en nuestra playa, mirando a los yanquis, que, a fin de cuentas, son más poderosos que los británicos desde hace décadas, aunque les duela a estos últimos en el cielo de la boca. Hablan casi igual, pero no son lo mismo. Será divertidísimo, verás. Y de paso, le haremos un enorme favor a esos que van perdiendo arena y construyendo espigones por ahí.

Tiremos los dados de hormigón al mismo tiempo. ¡Ganamos todos!