Hay partidos que marcan a un equipo. Partidos importantes. De todo o nada. Partidos en los que el planteamiento de toda la semana se va al garete a las primeras de cambio cuando el rival olvida durante noventa minutos el pacto entre caballeros que es este juego, y no quiere jugar, y se encierra atrás y, una vez tras otra, achica balones de su área defendida hasta la extenuación por un autobús de dos plantas que la hace inexpugnable a las acometidas anárquicas de un rival desquiciado por la pasividad de su contrincante, que ha olvidado que esto es un juego. Y no quiere jugar.

Es en estos partidos donde un equipo demuestra carácter. Que le da igual que pongan cinco, siete o diez defensas delante suya. ¡Este partido, lo vamos a ganar! grita su afición en la grada, y los jugadores lo saben. Sin ponerse nerviosos, olvidando el desprecio hacia el balón demostrado por el técnico rival, mueven el balón, a un lado, a otro, sin desesperar, con paciencia y sabiendo que va a aparecer el espacio, va a llegar el momento en el que la defensa numantina que ofrece el rival va a caer, tarde o temprano, si hacen las cosas bien.

Aunque pasen los minutos, aunque un zarpazo del adversario nos ponga en desventaja en el marcador una, dos veces, un equipo verdaderamente ganador no se desmoraliza, mantiene la cabeza fría y, en el momento preciso del encuentro, rompe con inteligencia la defensa rival, se planta en el área y hace uno, dos o los tantos que necesite para llevarse a casa la victoria y la satisfacción de haber hecho las cosas como se tienen que hacer.

Porque los cobardes no ganan partidos. Los cobardes no quieren ni el empate. Los cobardes ni siquiera saltan al terreno de juego, que es el escenario de quien tiene el descaro de intentar llevarse el encuentro. Porque así es el juego.

Otro día, hablaremos de fútbol.