Eran las dos horas más largas de cada día del verano. Con el solano dando por derecho, no te atrevías ni a poner el pie en el agua. El riesgo era máximo y lo del corte de digestión estaba en lo más alto de los terrores de la niñez. Ni te planteabas posibilidades de éxito o fracaso. Bañarte en las dos horas siguientes a la comida era sinónimo de que lo peor te podía pasar. Nunca se preguntaba tanto la hora o cuánto quedaba para el baño. Los minutos eran interminables. Vivimos con aquel mito que a todos los pequeños de nuestra generación nos persiguió, el maldito corte de digestión. Lo curioso es que nadie conocía en persona a alguien que lo hubiera sufrido, pero siempre había un primo de un tío de un cuñado del vecino que lo había tenido. Como los bulos de ahora pero sin un teléfono de por medio. Pasaron los años y nuestros niños ya no viven con ese temor. Acaban de comer y corriendo al mar o a la piscina. Al agua, patos.

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