CADA nuevo caso de corrupción política supone una prueba más del muy deficiente sistema de control de la utilización del dinero público que se perpetúa en nuestro país. No es de recibo que, tras treinta y cinco años de democracia, no hayamos sido capaces de establecer mecanismos desalentadores de la sempiterna tentación de enriquecerse por el infame atajo de meter la mano en la bolsa común. No me creo, tampoco, que sea la incompetencia prolongada la que nos mantenga inermes frente a la desvergüenza de los pícaros: la teoría y los medios están ahí, son fácilmente definibles y aplicables, sin que el ciudadano logre entender por qué no son operados por nuestros dirigentes.

Es cierto que el ambiente no ayuda. En una sociedad instalada en la trampa no se dan precisamente las mejores condiciones para que florezca la flor de la honradez. La calidad de la vida pública suele ser reflejo fiel de la que se acostumbra en la vida privada, hoy no precisamente modélica en sus formas, principios y prioridades. Pero, aun así, al poder debe exigírsele un plus de ejemplaridad, una vocación didáctica que ilumine caminos menos míseros. El circuito tristemente se retroalimenta si ambas esferas se usan mutuamente de coartada.

No basta con la reglamentaria hipocresía de rasgarse por turnos las vestiduras: el y tú más, mal de muchos que tapa, calma y renta, funciona como utilísimo protocolo que, al tiempo, asegura la mamandurria, anima a los incautos y consigue el raro milagro de desviar siempre el tiro. Tampoco, con apelar a una supuesta excepcionalidad que los hechos tercamente desmienten.

Hora es de coger el toro por los cuernos: la corrupción permanece porque quien puede no quiere. Me conozco el catecismo partidista: no hay suficiencia financiera, los políticos están mal pagados, se trata de una profesión azarosa que ha de crear sus asilos y sus morideros. Vale, eso también ha de tenerse en cuenta. Pero, por Dios bendito, hagan las cosas bien de una puñetera vez: reformen los instrumentos de captación de fondos, aminoren la lista de clientes, profesionalicen en lo posible la función pública, otórguenle una oportunidad a la transparencia y al rigor.

Ésa es la corrupción que verdaderamente me desanima: la de cuantos, porque entretiene, oculta carencias, centra cómodamente el debate en lo adjetivo y, si fuera menester, abriga, no hacen nada sincero, resuelto ni sensato para erradicarla.

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