El servicio que ha prestado Juan Carlos I a su país ha sido tan extraordinario, que negarlo es tan inútil como mezquino. Pero también es absurdo ignorar los graves errores cometidos por el emérito tras sucumbir a los encantos de la ambiciosa Corinna y no aclarar las supuestas irregularidades financieras en las que se ha visto envuelto. Su conducta no ha sido la más ejemplar en los últimos años y el propio Felipe VI lo ha señalado al renunciar a su herencia y retirarle la asignación económica antes de pactar su salida del país. Pero ni por esas se ha evitado que las dos Españas se pongan de nuevo a tensar la cuerda, con nuestros dirigentes ofreciéndonos esa imagen tan grotesca de nosotros mismos.

Pedro Sánchez nos recuerda a Dorian Gray con su pose cargada de cinismo. Es difícil entender cómo logra soportar las fabulosas andanadas de Pablo Iglesias sin torcer el gesto y con ese desdén tan peligroso. Por mucho que le aguante el físico a ambos, el retrato moral les pasará factura con el tiempo. La presión con la que el líder podemita intenta una y otra vez dejar en evidencia a Sánchez es tan brutal, que la oposición a su vera parece el cachorro del anuncio de Scottex. Cualquier debate es legítimo, incluida la forma de gobernar el Estado. Pero sólo a los radicales se les ocurre dinamitar las instituciones en mitad de una crisis sanitaria y económica tan letal como la del coronavirus. Es lógico que Iglesias grite a la desesperada para hacerse oír y ganar cuota en las encuestas de Tezanos, pensando en su supervivencia frente a la arrolladora maquinaria socialista. Pero tensionar el ambiente con maniobras tan burdas como asociar la monarquía parlamentaria a la derecha y la república a la izquierda es de traca. Ni que Alcalá Zamora y Romanones hubiesen sido unos marxistas de tomo y lomo. Lo grave es que la gente no conoce la historia de su país ni tiene intención, y la clase dirigente lo sabe.

A Iglesias, siempre tan revanchista y tan obsesionado con la Constitución, lo mismo le da por cargar contra el poder judicial que contra la jefatura del Estado. Le sale más a cuenta desestabilizar que hablar de su casoplón, con el que engañó a los suyos prometiéndoles asaltar el cielo, o del caso Dina, o de las subvenciones que reclama el Tribunal de Cuentas a su partido, o de su pobrísima gestión como ministro de Asuntos Sociales. Lo mejor que se puede decir de su labor en la pandemia es que se pone de perfil, recordando que las competencias de las residencias están transferidas. Justo cuando más se le necesitó, se evapora. Y ahora reaparece porque le encanta caldear los ánimos. En lugar de preguntarle a la población qué piensa de verdad a fin de fabricar un nuevo consenso tras la salida de Juan Carlos I y la crisis de confianza sufrida por la monarquía, el vicepresidente quiere forzar la reacción simulando ser la voz del pueblo. Quizá piensa que cuatro charlatanes administrados por las redes pueden aparentar una multitud. Y ojo porque los más listos podrían confundir a unos cuantos con todo un país si se despistan, y más aún con la imagen exterior que estamos dando. Que desde el seno del Gobierno se dé la impresión de que el emérito merece ser condenado antes de ser juzgado, lo dice todo de nosotros. ¿Qué afán tan autodestructivo nos preside?

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