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León Lasa

Condenados al ruido

Somos el país más ruidoso del mundo, por encima de griegos e italianos; nuestra tolerancia al ruido, como sociedad, es cercana al infinito

ESCRIBÍA la semana pasada que si algo me suele llamar la atención de mis esporádicas estancias en países de Centroeuropa es el magnífico acondicionamiento de viviendas y locales (allí no hay braseritos cutres, decía), y, sobre todo, la ausencia de ruidos innecesarios, la prevalencia del silencio en la mayoría de los lugares, desde parques y cafés hasta estaciones de tren o calles. El contraste con nuestras ciudades meridionales es, verdaderamente, abismal. Me dirán algunos críticos que idealizo esos parajes, que la vida allí es verdaderamente aburrida, y que nada como un buen velador al aire libre con cerveza fresquita para alegrarnos la existencia. Puede. Pero, créanme, somos el país más ruidoso del mundo, por encima de griegos o italianos. Nuestra tolerancia con el ruido, como sociedad, es cercana al infinito, siempre y cuando no nos afecte directamente, claro. Asistí desde Friburgo a la polémica sobre los cierres de determinados bares de copas las navidades pasadas en calles céntricas de Sevilla y, también, a la reacción al respecto de  Juristas contra el Ruido y la Plataforma por el Descanso tachando esas medidas de irrisorias. No puedo estar más de acuerdo con ellos, máxime, cuando uno vive durante un par de semanas en geografías donde por un simple ladrido de un perro más allá de las diez de la noche o un televisor más alto de lo razonable la Policía actúa con toda contundencia. Somos imbatibles a la hora de redactar y aprobar normativas regulatorias que descienden al más mínimo detalle. Pero somos unos verdaderamente desastres en aplicarlas. Últimamente, en diversos ayuntamientos andaluces, se han aprobado las correspondientes Ordenanzas contra la Contaminaciones Acústicas (sic) y contra el Ruido. Muchas regulan hasta las salidas de las carretas del Rocío (faltaría más), pero basta echar una ojeada por encima a cualquiera de ellas para comprender que no son sino, en muchos casos, papel mojado y que la voluntad política de hacerlas cumplir (y enfrentarse a gremios influyentes) es igual a cero. Eso sí, que no le toque a ningún concejal un bar de copas en los bajos de su casa; o un pastor alemán ladrando toda la madrugada en el adosadito de al lado. Basta leer el preámbulo pomposo de la Ordenanza de, por ejemplo, Sevilla (cincuenta y tres páginas de detallismos kafkianos), para entender que algunos de nuestros dirigentes viven en universos paralelos. Juristas contra el Ruido, que lleva años denunciando el estado al que hemos llegado en lo que según la jerga se denomina "contaminación acústica", casi no tendría razón de ser en otras latitudes, donde la educación y el respeto prevalecen por encima normas y ordenanzas que no se aplican. Claro que allí en el Norte no "disfrutan" de gin tonics en la calle o de terracitas al aire libre, nuestro I más D.

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