Cuando los cupones de la Once costaban 25 pesetas y el número tenía tres cifras, en la casapuerta del domicilio familiar vendía sus boletos una pareja ya de cierta edad: Antonio y Juana. Ella, ciega a causa de una diabetes; él, traqueostomizado y hablando a duras penas, lo imprescindible, a través de su cánula. Como los adolescentes de entonces aún no andábamos hipnotizados con la Play ni los móviles, algunos de mis ratos libres de los fines de semana y de las mañanas de verano los empleaba en bajar a la casapuerta y ayudar a Juana a vender cupones mientras Antonio realizaba sus recados. Cuando Juana murió, el sacerdote que ofició el responso destacó que Juana veía con los ojos de Antonio, mientras Antonio hablaba por boca de Juana. Era verdad: aquella comunicación imposible fue factible gracias a una apasionante y sencilla simbiosis de sentidos compartidos.

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