La tribuna

víctor J. Vázquez

Colombia: el sustrato de la paz sigue vivo

En las vísperas del plebiscito sobre los acuerdos, el padre Francisco de Roux, un conocido jesuita colombiano consagrado a la paz y toda una autoridad moral en su país, hizo un emocionado discurso por el , en el que recurrió a la metáfora del estiércol para significar el magma de indecencias sobre el que tenía que germinar la paz entre los colombianos. Después de poner poca arriba las cartas de las distintas miserias morales, que abarcan desde la guerrilla, a los paramilitares y el Ejército, y que no pueden dejar fuera a los responsables del sometimiento y la marginación en la pobreza de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, De Roux no llamó al olvido, sino a la expiación solidaria, generosa de tanta indignidad en la fértil dirección común de la reconciliación.

Los acuerdos de La Habana se firman sólo porque existe este sustrato que les precede, un sustrato que es consecuencia no únicamente de ese periodo de fermentación de los odios y las miserias, sino de otros muchos factores que tienen que ver también con la extraordinaria virtud moral que, de forma paralela al conflicto y frente a toda adversidad, ha sabido cultivar buena parte el pueblo colombiano durante estos largos años. La desafortunada -en mi opinión- victoria del no en el referéndum del domingo pone en cuestión la forma jurídica e incluso política de la paz, pero no deroga ese sustrato moral que les precede y que es el que define un nuevo e indefectible tiempo histórico para Colombia.

En cualquier caso, reducir, como se ha hecho, las razones del no, en el complejo contexto colombiano, al poder de seducción del uribismo, es sólo atender a una parte de la ecuación de la derrota. Es cierto que el uribismo ha sabido sumar a sus incondicionales el apoyo de otros sectores de la población sobre la base de un discurso que, obviando la cuestión fundamental, que es la de si los acuerdos servían para la pacificación de Colombia, atacaba el contenido de los mismos a través de dos líneas básicas de argumentación: la primera, la de la impunidad -para todos los bandos- derivada de éstos; y una segunda, de importancia no menor, que apuntaba a la ideología que en ellos subyacía. Así, la realidad es que en los días previos a la votación era ya un hecho que en buena parte de la opinión pública se había consolidado una lectura desvirtuada de lo pactado como una suerte de claudicación hacia el neochavismo y, sobre todo, aunque parezca sorprendente, hacia la ideología de género. De este modo, las menciones en dichos acuerdos a la perspectiva de género, junto con la utilización capciosa de la figura de Gina Parody, la ministra de Educación, que es homosexual, han servido para que, de la mano del talento mediático del ex procurador de la República, Alejandro Ordóñez, la traición a la moral católica pasase a formar parte, para muchos ciudadanos, del balance a pagar por la paz.

En cualquier caso, el triunfo del no no se explica sin la insuficiente movilización por el . Si bien los acuerdos no introducen una revolución moral feminista, chavista o nada por el estilo, lo cierto es que su entrada en vigor implica, más allá del compromiso con la paz, una mutación constitucional, una nueva comprensión del marco democrático colombiano, del que necesariamente habrá de forma parte, como un nuevo actor ideológico, las FARC. Así, pese a que la vía elegida para la integración de los acuerdos en el sistema jurídico no fue la de la reforma constitucional, sino la de integrarlos, en tanto "acuerdos especiales", en el denominado "bloque de constitucionalidad", lo cierto es que su entrada en vigor modificaba el marco político básico del país, hasta el punto de que, una vez que la Corte Constitucional hubiera avalado su adecuación a la Constitución, estos ya hubieran sido indisponibles para el Parlamento y al mismo tiempo parámetro de control de las leyes que éste aprobara. Desde luego, la opción elegida exigía una necesaria laxitud con respecto a las exigencias del formalismo jurídico, pero también un esfuerzo de pedagogía para que, a través de un amplio apoyo popular, el nuevo marco político operara sin un déficit de legitimación de origen.

Los acuerdos, y el proceso en sí, necesitaban de lo que los norteamericanos llaman un "momento constitucional" que movilizará transversalmente a una gran parte del pueblo colombiano. Este esfuerzo ha existido, pero parece que tiene que ser redoblado cuanto antes con la participación de todos y en la dirección correcta, que no es otra que la de aquellos que no votaron o votaron no. El sustrato, el fértil estiércol para la reconciliación, sigue vivo, y Colombia está más que a tiempo para dar forma política al punto de partida de su nueva historia, que no será fácil ni implicará el olvido, pero estará marcada por la paz.

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