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Chucherías

Quizá mi hija tenga cierta querencia socialdemócrata, porque le parece fatal la legítima defensa

Ahora que la presidenta del parlamento que declaró la independencia ha declarado que depende, todo depende, de según cómo se mire, todo depende…, podemos volver a lo que de verdad importa. Mi hija me enseñó la otra mañana la gran bolsa de chucherías que llevaba a la excursión que hacían en el cole. Me pareció excesiva, pero soy un padre blando y en las excursiones pueden llevarlas. No dije ni mu.

Por la noche me contó que se las habían robado en el autobús. Me alegré, pero como tenía cara de pena, disparé mis argumentos. Primero, haciendo honor a mi fama (la peor que se puede tener) de bueno, el argumento moral. Es mucho mejor ser robado que robar. Mil veces antes sufrir el mal que hacerlo. Se hace más daño a sí mismo quien pega a alguien que el que le hace al otro, porque lo que importa, sobre todo, es el alma. No sé hasta qué punto mi hija me entendió o me expliqué, pero me escuchaba atentísima con los ojos agrandados por las gafas de hipermétrope que le acaban de poner, absorta.

Expuesto el expuesto argumento moral, me lancé al sanitario. Quienes birlaron esa desmesurada bolsa le hicieron un enorme favor porque tanta azúcar innecesaria es malísima para los dientes, en concreto, y para el metabolismo, en general. En el pecado llevan la penitencia. Detecté que le entraba pena de las ladronzuelas y que mi hija hubiese deseado compartir su parte alícuota de insalubridad, no por el dulce, no, sino por la misericordia.

Aquella piedad tuvo que haberme servido de advertencia antes de precipitarme a mi tercer argumento, que era el contraataque, porque lo cortés no quita la legítima defensa. Le propuse que para la próxima excursión podríamos tender una trampa. Inyectar unas gotas de laxante en las gominolas, como si fuesen bombones de licor, de modo que la consecuente urgencia denunciase a las pícaras. Es un método testado, le conté, en un piso de estudiantes, donde desaparecían los yogures de coco de uno. Y fue mano (diabólica) de santo. Le pareció horrible y, si en vez de siete años llega a tener diecisiete, me habría recriminado: "Hay que ver, papá, con lo moral que empezaste y cómo acabas". Eso me dijo su mirada, aumentada, además de por las gafas, por una compasión que amparaba a las compañeritas de las manos largas. Pueden estar tranquilas y quitarle sus chucherías con total garantía. Mi hija ni les guardará rencor ni me permitirá desplegar mis viejas artimañas.

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