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LA CIUDAD Y LOS DÍAS

Carlos Colón

Lo que China dijo ayer al mundo

EN los años 60, para recuperar su poder tras el fracaso del Gran Salto Adelante, Mao ideó la Revolución Cultural como segunda revolución, reafirmación de los principios comunistas, erradicación de toda disidencia y ruptura total con lo que desde 1949 hasta entonces hubiera sobrevivido de la milenaria cultura china. Había que acabar, se decía, con los cuatro viejos: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Libro Rojo en alto los fanatizados jóvenes de la Guardia Roja fueron los agentes de una estremecedora campaña de limpieza ideológica que causó miles de víctimas, recluyó en campos de concentración (de reeducación se les llamaba) a miles de presos y arrasó culturalmente China y el Tíbet. Es durante la Revolución Cultural cuando el Tíbet, ocupado por China desde 1950, fue devastado: se asesinó a los monjes que no quisieron "reeducarse" y se destruyeron 6.000 monasterios para erradicar la cultura budista, en algunos de los cuales se conservaban las bibliotecas más antiguas del mundo.

Afortunadamente 5.000 años de esplendor cultural no pueden borrarse en el medio siglo de vida de la dictadura comunista china dura, y mucho menos en los pocos años que duró el horror de la Revolución Cultural (genocidio humano y cultural aplaudido por la inteligencia progresista europea, desde los partidos maoístas -¿alguien recuerda la Joven Guardia Roja española?- al Bellocchio de La Cina è vicina o el Godard de La chinoise). Se perdieron miles de vidas, tesoros artísticos y bibliotecas milenarias; pero cinco milenios no se eliminan sin que queden huellas sobre las que pueda volver a florecer, no sólo la cultura tradicional china, sino la cultura moderna que puede crearse a partir de ese legado.

Desde 1982 el cine chino conoció un renacer espectacular por obra de directores como Chen Kaige o Zhang Yimou. Este último, convertido en figura mundial tras ganar el Oso de Oro del Festival de Berlín con Sorgo Rojo en 1987 y ser el primer director chino nominado al Oscar con Semilla de crisantemo en 1990, trenza el realismo de pequeñas historias cotidianas con la épica de la mitología china o la deslumbrante recreación de la refinada cultura imperial. Fue este gran director quien nos ofreció ayer el asombroso espectáculo de la apertura de los Juegos Olímpicos a través del que una China (que, entre otras referidas a los derechos humanos, tiene pendiente la cuestión tibetana) le dijo al mundo -recuérdese el momento de evocación de los 3.000 discípulos de Confucio- que afronta el futuro con memoria de su espléndido pasado.

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