¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Cayetana

Álvarez de Toledo es valiente y tiene los nervios de acero, pero como a Aznar le pierden la antipatía y la altivez

Cayetana Álvarez de Toledo, la nueva dama de hierro de la derecha española, tiene, que sepamos, dos maestros. El primero es su director de tesis doctoral en la Universidad de Oxford, uno de los grandes hispanistas (y no han sido pocos) de todos los tiempos: sir John Elliott. El segundo es José María Aznar, quien ha sido su jedi en las cuestiones políticas, porque el ex presidente del Gobierno, al contrario que otros de su cuerda, nunca descuidó la cantera de la diestra nacional. Otros apuntan también al magisterio de Pedro J. Ramírez o Luis María Anson en el oficio periodístico. Cayetana Álvarez de Toledo, no hay duda, siempre ha sabido (o ha podido) aprender de personajes de primera línea, de esos que algún día darán nombre a una calle o a una plaza en sus ciudades natales. Es lo bueno que tiene llevar la historia de España en los apellidos. No obstante, por lo poquísimo que hemos tratado al personaje -apenas un par de cervezas - y por lo que le escuchamos y leemos en los medios, Cayetana (perdón por la confianza) es, sobre todo, un producto de Aznar. Es valiente y tiene los nervios de acero. Cayetana, como el toro de Miguel Hernández, se crece ante el castigo, lo busca, le pone. Sin embargo, de su preceptor político también ha heredado una profunda antipatía, una altivez que roza continuamente la descortesía y una manera de plantear los asuntos que enerva al oponente más que seducirlo. Cayetana Álvarez de Toledo podría ser una buena e implacable política conservadora, al estilo Thatcher o Soledad Becerril, pero en los tiempos actuales no se puede ser candidato sin recurrir a la demagogia más barata. El populismo ya ha infectado a todo el cuerpo político. Un ejemplo muy claro lo vimos el otro día en el debate televisado del pasado martes, cuando la popular recordó el indulto del general Armada por Felipe González para argumentar su temor a que un hipotético Gobierno de Sánchez perdone a unos independentistas hipotéticamente condenados. Nada tienen que ver los dos asuntos. El 23-F, pese a su desagradable aparatosidad gestual (con tanques en la calle y tiros en el Congreso), fue el último y degradado acto de la tradición romántica del pronunciamiento militar. Sus consecuencias fueron positivas, en tanto que vacunó para siempre a nuestra sociedad de la tentación golpista. Sin embargo, el 1-O, pese a su bondad visual (con urnas, niños y ancianos), ha sembrado un veneno en las entrañas de España que tardará mucho en desaparecer. Eso lo debería saber una historiadora criada en la venerable Oxford, pero Cayetana ya sólo piensa en política, como su maestro en esas lides.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios