Tribuna libre

José Antonio Hernández Guerrero

Catorce aniversario de la muerte de Mariano Peñalver

Al cumplirse catorce años del fallecimiento de Mariano Peñalver me gustaría evocar aquellas conversaciones sobre nuestra común manera de concebir el arte de la comunicación humana y, de manera especial, la alta valoración de la amistad. Partíamos del supuesto de que los mensajes más importantes se transmiten, más que con palabras, con las vidas. En estos momentos recuerdo, por ejemplo, la claridad con la que explicaba cómo la amistad y el poder son dos actividades incompatibles. Esa fue la razón principal por la que abandonó el Rectorado de la Universidad tan rápidamente: “no es posible mantener el poder y conservar los amigos”.

Para Peñalver, la amistad, más que un sentimiento, era un cauce anchuroso y un ámbito privilegiado de comunicación. Era una relación interpersonal que, basada en una afinidad espiritual, tiende a un acompañamiento vital. El amigo -explicaba- es otro ser próximo y semejante que nos comprende, aunque no le expliquemos todas las razones de nuestros comportamientos; es el intérprete que identifica las claves de nuestra peculiar manera de ser, aunque no analice psicológicamente nuestro temperamento; es el exégeta que descifra el sentido profundo de nuestros pensamientos, aunque no se lo formulemos con palabras; es el experto que alcanza la razón última de nuestros deseos íntimos y llega hasta las raíces ocultas de nuestros temores secretos, aunque no haya vivido nuestras propias experiencias. Peñalver partía de un principio según el cual los seres humanos, para llegar a ser nosotros mismos -sea cual sea el escalón temporal o social en el que nos encontremos- necesitamos que alguien nos explique, con claridad y con tacto, quiénes y cómo somos; necesitamos que nos diga cómo suena nuestra voz, cómo cae nuestra figura y cómo se interpretan nuestras palabras.

Con él conversé en muchas ocasiones sobre la condición para tener y para conservar amigos: despojarnos de todos los atributos que, por representar poder -aunque sea con minúscula-, nos elevan; prescindir de todas las insignias que, por encerrarnos en instituciones -aunque sean abiertas- nos distancian afectiva y efectivamente. Los uniformes y los hábitos, las estrellas y las condecoraciones, las mitras y los bonetes constituyen escalones y barreras que no los puede saltar la amistad. Por eso, en reiteradas ocasiones hablamos sobre la soledad de los poderosos; sobre esa soledad, enfermedad mortal, que enfría el clima, seca la tierra y asfixia el aliento; que deteriora las condiciones ambientales imprescindibles para el cultivo de una flor tan vital, tan frágil y tan delicada como es la amistad.

No es extraño, por lo tanto, que considerara al amigo como ese oidor atento y como ese auditor respetuoso que nos escucha y nos entiende; que descubre el secreto hondo de nuestras aparentes o reales contradicciones, que esclarece las claves secretas de nuestras engañosas incoherencias, que descifra el misterio que cada uno de nosotros encierra, que desvela el secreto que guardamos y que explica el ejemplar diferente y único de la compleja existencia personal. El amigo es un acompañante sensible, respetuoso, experto y generoso que capta las ondas sordas de nuestros latidos íntimos, que descubre nuestra verdad y al que confiamos nuestras fortalezas y, sobre todo, nuestras debilidades. Es un firme aliado con el que compartimos los secretos; es un confidente, fiel guardián y cómplice de lo más delicado, frágil y valioso de nuestra vida privada.

Al tener noticias de la concesión de la Medalla de Oro de la Universidad de Cádiz, Peñalver confesó sin reservas la satisfacción que le producía porque, él sabía que, además de ser una expresión de gratitud y un reconocimiento por su gestión como primer Rector, este galardón nacía de una profunda relación de amistad: “Llega un momento (abril, 2000) en el que a uno empieza a gustarle a recibir medallas… Lo digo (casi) sin ironía. De lo único de lo que uno no debe ironizar es de la amistad, que es lo que ciertamente contribuye a que alguien piense que mereces esos honores. Porque la amistad nunca puede ser puesta a distancia. Amistad, como todo afecto, es cercanía, fusión, contacto. Al amigo se le da la mano, se le abraza, se le palmea… Nadie sonríe a costa de un amigo”. Te seguimos recordando, querido amigo.

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