EL carril bici es esa clase de idea maravillosa que suele tener resultados catastróficos, igual que el amor incondicional a la patria, las barbacoas en el campo o los matrimonios en Las Vegas. Para empezar, los primeros perjudicados por el carril bici son los peatones. Si a usted le gustaba pasear por su ciudad, contemplar el escaparate de una tienda de ultramarinos, mirar los reflejos de una puesta de sol en la cúpula de un edificio, o simplemente hacer un poco de ejercicio saludable sin necesidad de recluirse en un penal de trabajos forzados (esos tétricos lugares que reciben el nombre eufemístico de gimnasios), ya puede comprarse un uniforme de desactivador de explosivos. El simple hecho de pasear por una ciudad con carril bici se ha convertido en un deporte de alto riesgo. El peatón ya no está sólo expuesto a los delirios esquizoides de muchos automovilistas, sino que ahora corre el riesgo de ser atropellado por una estampida de elefantes montados en bicicleta (el surrealismo, no hay que olvidarlo, fue un invento casi español: Dalí y Buñuel tuvieron la culpa).

Es cierto que hay ciclistas respetuosos que no se ensañan persiguiendo a los peatones, pero mi modesta experiencia de peatón me demuestra que son una minoría. En general, cualquier ser humano que se sienta en condiciones de ejercer su poder sobre otro, acabará haciendo un uso despótico de esa superioridad o de ese poder. Y eso es lo que ocurre con los ciclistas y los peatones. Ya sé que los ciclistas están a merced de los caprichos de coches, motos y camiones, pero el peatón no tiene la culpa de ser el último eslabón de la cadena (y eso que aún hay otros eslabones más débiles: los vendedores de lotería, los mendigos, los niños en cochecito, los inválidos).

Se mire como se mire, el carril bici ha echado a perder uno de los mayores placeres de la ciudad: el largo paseo a pie sin objeto ni utilidad, el paseo que te puede llevar hasta la única tienda de reparación de máquinas de escribir que queda, o hasta la última librería de viejo que vende tebeos de segunda mano. Y no hay que olvidar que el paseo a pie es el mejor ejercicio intelectual que existe. Mientras uno camina sin sobresaltos, la mente entra en un placentero estado de somnolencia que permite alcanzar los mayores niveles de actividad intelectual. Y si alguien se pregunta por qué es tan escasa la actividad intelectual de los políticos, bastaría recordarle que casi todos llevan un mínimo de tres o cuatro años -o incluso treinta- sin poner un pie en la calle.

Creo que las ciudades mejoran con el carril bici, pero también creo que los ciclistas deberían cumplir con una rigurosa normativa de circulación. Y mientras esto no sea así, yo me opondré al carril bici. Así de simple.

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