Cangrejo en el pecho

No estamos hechos para vegetar al sol, sino para vivir las emociones fuertes de una vida arriesgada

Entre los clásicos del verano, está el niño perdido y hallado al borde del ataque de nervios. Yo, tan dramático para todo lo mío, ayer perdí tres. ¿Cómo es posible, si no tengo, ay, más que dos? Pues porque de los tres perdidos, dos no eran míos, sino "prestados", como se dice en el argot del veraneo.

Los había llevado a las rocas y me había puesto, con los pies en una charca, a leer, mientras ellos andaban a cámara lenta y trataban de atrapar camarones mediante hipnosis, mirando inmóviles al agua en cuclillas. Como no era un espectáculo trepidante, me despisté con la lectura. Cuando levanté la vista, habían desaparecido tres, como camarones que se lleva la corriente, aunque el dormido fui yo.

Empecé a buscarlos mientras las otras madres chistaban a mi paso su desaprobación. Hace dos o tres veranos, cuando perdí como cada año a mi niño, una chica muy dispuesta que estaba cerca en top-less se ofreció a ayudarme. En su momento me azoró pasear por la playa arriba y abajo con aquella joven tan generosa. Ayer la eché de menos. "Ya le había visto yo a usted demasiado tranquilo", me espetó una señora con una pinta de suegra indiscutible. Media hora después, a lo lejos, sobre un promontorio, aparecieron los niños. Suspiré. Llevaba un cangrejo pinzándome el pecho y un erizo de mar en la boca del estómago. ¿Con qué cara volvía a decirle a las otras madres que sus hijos se me habían escurrido entre los dedos? Ahora podía devolvérselos con una sonrisa y decir lo propio: "Se han portado fenomenal, qué majos son".

Me angustiaba mucho más la pérdida de los hijos de mis amigos que la de mi propio vástago. Ahora, ya tranquilo, me pregunto por qué. Lo chulo sería pensar que la buena educación y la responsabilidad nos hacen poner los sentimientos de los demás por delante de nuestros más íntimos instintos. En el fondo, sucede que uno sabe que no pasará nada grave, más allá del engorro de dar la voz de alarma, de las carreras sin ton ni son para arriba y para abajo y de los altavoces preguntando, un sábado en la playa, quién ha visto un niño con un bañador celeste.

Podría aprovechar el trance para aconsejarles que no se ocupen de los niños de nadie, que con los suyos les basta. Pero no: encaren el peligro. Estamos hechos para la audacia y la osadía. Además, como es un clásico irrenunciable de todos los veranos, mejor perderlos cuanto antes, y encontrarlos. En agosto sería aún peor.

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