Caellas y cazones

Haber sido veraneante de Madrid durante veinte minutos resultó una experiencia agradable

Me mandan a la pescadería y voy. Con mi lista. Tras la larga espera en la calle, coincido en el local -en estricto cumplimiento del aforo de dos- con una señora mayor muy atildada que pide desde la silla cositas mínimas: un cuarto de kilo de coquinas, una colita de rape. Parece el personaje de un cuento de José Jiménez Lozano, aunque con acento andaluz. Contrasta con la compra pantagruélica que voy haciendo. Mientras yo consulto, dubitativo, con la pescadera, temeroso del severo examen al que seré sometido nada más llegar a casa, la señora pide un filete de cazón. El que la atiende pregunta si cazón o caella, y la señora se indigna. Tanto que, para rebajar la tensión, pregunto: "Pero la caella es la prima del cazón, ¿verdad?" Se viene arriba: "Una prima… lejanísima", como si hablase del pariente pobre y, además, gorrón.

Añade: "Eso en Madrid no se conoce". Me ha confundido con un comepez. No me extraña teniendo en cuenta cuánto estoy comprando. Mi acento gaditano, según escribió Carlos Esteban, que sí es de Madrid, "se puede cortar con un serrucho". Y en el metro de Londres, mientras hablaba inglés con un amigo inglés, se me acercó uno y me dijo: "Quillo, ¿tú de qué parte de Andalucía eres, eh?" Pero la señora me habrá oído alguna ese de más o qué sé.

Lo bonito ocurrió entonces. Como vio que me había hecho gracia lo del parentesco lejano y considerándome comepez purasangre, se levantó a ver el género y se dispuso a darme un recital ictiológico, con cierta coquetería de señorita, además, tal vez. "Qué hermosa caballa". "No, señora, es un bonito", corregía el pescadero. Yo me hacía el loco, y le agradecía a la señora su información. "Esto son acedías". "Lenguaditos…" Y yo: "Qué bien, y qué buenos estarán". Y así.

Explicarle que soy más portuense que una duna y que en mi familia han sido armadores de pesca hasta mi abuelo y que mi padre y mi hermano se pasan todas las comidas hablando de potalazos, estaba fuera de lugar. No por bondad. Me halagaba el finísimo afán de halagarme de la señora, que quizá hasta compró alguna cosilla de más por alargar la charleta y su clase magistral. Ser veraneante en El Puerto debe de ser de lo más agradable. Hasta ahora siempre había estado en el mismo papel de anfitrión de mi nueva amiga. Este cambio de roles, aunque yo como madrileño resulte más falso que una caella pasando por cazón, resultó instructivo y, como la caella, sabroso.

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