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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Cadena perpetua

EL caso de José Bretón ha reabierto el debate sobre la cadena perpetua. En general, cualquier persona con un mínimo de sensibilidad se muestra contraria a ese tipo de penas. Yo estuve una vez en el interior de una cárcel y lo que vi me hizo temblar de miedo. Un día o dos allí dentro equivalen a medio año de vida normal. Pero conviene que nos detengamos un poco en algunos hechos. ¿Qué condena hubiera sido la justa para los autores de los atentados del 11-M, en Madrid, si se les hubiera podido capturar vivos? Recordemos que esos yihadistas, de forma premeditada y muy razonadamente -porque grabaron un vídeo en el que lo explicaban-, decidieron matar al mayor número posible de personas, fueran las que fuesen: niños, adultos, ancianos, hombres, mujeres, cualquiera que viajara en los trenes.

Con las leyes en vigor, se podría haber condenado a los autores de los atentados del 11-M a un máximo de cuarenta años, pero me pregunto si esa pena podría haber sido suficiente. Ya sabemos que una pena, por grave que sea, nunca es suficiente cuando se trata de un crimen, porque jamás podrá reparar el dolor causado. Pero si lleváramos este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, tendríamos que dejar sin castigo la mayoría de los crímenes. Y eso no es posible. Un crimen requiere alguna clase de expiación, si queremos que las víctimas -o sus familiares directos- tengan la garantía de que su dolor ha sido compensado de alguna manera. No se trata de ejercer la venganza, que es injusta y estúpida, sino de reparar de forma simbólica un daño. Y esa reparación debe servir a la vez de consuelo y de escarmiento, porque las víctimas tienen derecho a un cierto alivio en medio de su desolación.

Entonces, ¿qué hacemos? La verdad es que no lo sé. Cuanto más lo pienso, menos claras tengo las cosas. Tener encerrada a una persona en la cárcel durante el resto de su vida es una condena terrible. Pero al mismo tiempo uno se pregunta qué podemos hacer con los criminales especialmente cruentos. En Noruega, por ejemplo, el ultraderechista que asesinó a casi cien personas, con la misma frialdad que si estuviera jugando a la PlayStation, ha sido condenado a 21 años de cárcel, pero su condena es revisable y puede ser prorrogada si un equipo de expertos considera que sigue siendo una persona peligrosa. Ese tipo no era un monstruo, porque un monstruo no sabe lo que hace, sino una persona muy normal que planificó sus actos de una forma razonada y fría, igual que los yihadistas del 11-M. ¿Qué clase de castigo se merece entonces lo que hizo? ¿Cómo se podría imponerle una reparación? ¿Son suficientes 21 años? ¿O son una burla a sus víctimas? Termina esta columna y no he llegado a ninguna conclusión. ¿Qué hacemos? Sigo sin saberlo.

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