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La tribuna

Marín Bello Crespo

Birmania: la responsabilidad de proteger

A primeros de 2001, las Naciones Unidas, sobrecogidas aún con el recuerdo de las atrocidades cometidas en Ruanda, Bosnia Herzegovina y Kosovo, y con el propósito de que no se volvieran a repetir impunemente, dieron la bienvenida a un nuevo concepto, conocido como "responsabilidad de proteger". El concepto no viene a desmontar el principio de soberanía que corresponde a los Estados, sino que les exige la obligación de velar por la protección de sus ciudadanos en caso de que sean víctimas de ataques exteriores, de desórdenes internos o de catástrofes que generen graves consecuencias de carácter humanitario.

La "responsabilidad de proteger" establece que si los Estados son incapaces de salvaguardar a sus ciudadanos en estos casos, o son ellos mismos los que les agreden o permiten o alientan la agresión, el derecho a intervenir por parte de la comunidad internacional prima sobre el respeto a su soberanía. Es decir, que los gobiernos no sólo son, en este aspecto, responsables ante sus ciudadanos, sino también ante la comunidad internacional.

Invocado seriamente el principio con motivo de la crisis de Darfur, la actual situación de Myanmar, la antigua Birmania, pone de nuevo de actualidad el debate sobre la necesidad de proteger a la población por encima de las decisiones de sus gobernantes; en este caso, de la Junta Militar que gobierna el país desde hace cuarenta y seis años y que parece estar más preocupada en evitar que los extranjeros conozcan la penosa realidad en que vive el pueblo birmano que en proporcionarle un auxilio que se hace más acuciante a cada hora que pasa.

Mientras tanto, la diplomacia avanza, como casi siempre, a paso de tortuga, debatiéndose entre la persuasión y la amenaza, las visitas y las declaraciones, a un ritmo desde luego mucho más lento que el del aumento de la cifra de víctimas, que puede dispararse aún más velozmente a causa de las previsibles epidemias, que ya acechan a los supervivientes. La última ocurrencia de los líderes birmanos es que la ayuda se canalice únicamente a través de la ASEAN, organización regional que agrupa a sus países vecinos, con el fin de eludir la presencia de las potencias occidentales, y especialmente de los Estados Unidos.

El hecho cierto es que, en Chad, en Kenia y en otros lugares de Africa, estamos desgraciadamente habituados a ver calles sembradas de cadáveres, niños empuñando fusiles, grupos airados destruyendo cuanto encuentran a su paso, enormes muchedumbres deambulando por caminos y carreteras en busca de cobijo y campos de refugiados repletos de gentes sin esperanza. Y en Myanmar, ni eso, pues las imágenes que llegan a los medios de comunicación están cribadas por el régimen birmano que, además, ha tenido la desfachatez truculenta de celebrar un referéndum constitucional en un país devastado. Y todo ello, siete años después de la aceptación por las Naciones Unidas del principio que a todos hace responsables de la protección de esos desgraciados, se hallen donde se hallen.

En suma, la ONU debería dar un paso más allá de las visitas del Secretario General. Y si expulsar de su seno a los países donde no se respetan los más elementales derechos humanos significa exponer a sus poblaciones a mayores peligros, un uso más enérgico del principio de la responsabilidad internacional de proteger a los más débiles -poniendo el énfasis en la prevención de conflictos y catástrofes- sería bien recibido por las personas decentes de todo el mundo.

El problema es que haría falta más compromiso con este principio, y una férrea voluntad para imponerlo, que ahora no existe. Solamente para evitar la extensión de los conflictos actuales sería necesario el doble de medios militares de los que están desplegados actualmente. Si a ellos se añaden los necesarios para proporcionar y distribuir, pese a quien pese, la ayuda internacional en caso de desastre humanitario, la gravedad de la situación escapa a las actuales capacidades de la ONU, una de cuyas principales preocupaciones debe ser la de promover, de una vez por todas, un multilateralismo eficaz en el que se involucren sin fisuras todos los grandes países del mundo.

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