Bécquer, grafitero

Los folclorismos del XIX y XX, tan gratos al nacionalismo, falseaban una cultura viva al servicio de una causa espuria

En Toledo, en la portada del convento de San Clemente, ha aparecido una firma de Bécquer, realizada al grafito, que se hallaba oculta bajo la capa de suciedad que suele prestigiar -o así lo creía Ruskin- tales edificios. En un primer momento, esto nos revelaría a un Bécquer grafitero, más próximo al imbécil que ayer mismo pintaba la catedral de Santiago, que al formidable autor, émulo de Chateaubriand, que en el 1857 firmó la Historia de los templos de España. Y, sin embargo, la cuestión no es tan fácil. De hecho, hay una diferencia sustancial, oculta bajo la similitud del gesto: lo que en Bécquer es un movimiento de apropiación -no muy oportuno, todo hay que decirlo-, en el gamberro de Santiago se trata de una sencilla acción envilecedora, ruin y ultrajante.

Recordemos la cólera de Flaubert cuando en Egipto descubría, en cualquier vestigio faraónico, la firma de un turista irrespetuoso y memo. Y también cómo se divierte Twain señalando la avariciosa, la exhaustiva demolición de Tierra Santa propiciada por sus compañeros de viaje, fervorosos cuáqueros, mediante una incesante recolección de piedras. No hay que olvidar, por otra parte, el abundante tráfico de reliquias que durante la Edad Media alentaron las Cruzadas, y destacadamente San Luis, rey de los franceses. Es a esto, precisamente a esto, a lo que se refería sir John de Mandeville (quienquiera que, en el siglo XIV, se ocultase tras ese nombre), cuando relata que el sultán, ¡el sultán!, tuvo que cercar el sepulcro de Jesús por el destrozo ingente y continuo de los peregrinos. Estamos, pues, ante una destrucción obrada por el amor. Pero un amor tan inoportuno que destruye aquello mismo que ama. En el caso de Bécquer se trataría, sencillamente, de vincularse con el objeto admirado. En el caso de los folclorismos del XIX y XX, tan gratos al nacionalismo, se trataba de falsear y fosilizar una cultura viva, al servicio de una causa espuria. En ambas situaciones, el gesto de admiración lleva implícito un menoscabo, una amenaza y una herida. En ambos supuestos se formula un conocimiento que disuelve, bajo su mirada, lo conocido.

Nos hallamos, pues, ante un problema inverso al que ofrecía Pigmalión. Si en Ovidio se trataba de que la piedra inerte cobrara vida, aquí nos encontramos con la sustracción de esa vitalidad para bañarnos en ella. En puridad, se trata de un vampirismo. Y Drácula es el pálido amador que atraviesa el crepúsculo del XIX.

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