La tribuna

Pedro Gollonet

Y nosotros, ¿dónde estamos?

SE suceden los días en las revueltas del Norte de África y Oriente Próximo y las tertulias de los medios de comunicación juegan a diario a reclamar una mayor intervención en los conflictos por parte de Naciones Unidas, la Unión Europea e incluso de la Alianza Atlántica -hasta se mira de reojo y con cierta censura a la Casa Blanca, cuando tanto se le ha recriminado cualquier intervención en el exterior de sus fronteras-. Y el caso es que esta demanda preñada de reproche se extiende a las charlas de café desde la más impersonal queja acerca de un mayor compromiso de estas instituciones supranacionales.

En el debate incluso se introducen sospechas de manejo de los levantamientos del pueblo por parte de innominados movimientos a través de internet y hasta de estar dirigidos por inconfesables intereses islamistas. Entretanto aquellas instituciones manejan los tiempos y las palabras en un indescriptible ejercicio verbal de banalidad y ausencia de compromiso, instalados en los cálculos económico-financieros de los efectos de estas crisis y de sus repercusiones sobre sus ya inciertas y desbocadas economías.

Pero este comentario no tiene por objeto la denuncia de la actitud de Naciones Unidas -esperpento incapaz, sostenido tan sólo por su propia burocracia y por el ansia de control de las grandes potencias de cualquier conflicto internacional-, ni de la Unión Europea tan ocupada en su Euríbor y en cómo sanear las deficitarias arcas de los que vivieron como ricos nuevos mientras alimentaban sus economías con Fondos y Subvenciones, en un contexto dominado por un sistema económico caduco y temeroso de cuanto suponga un retroceso en el enriquecimiento de su mundo, el único que a la postre importa, ni en la Alianza Atlántica que ya nadie sabe lo que es y menos aún en la posición de EEUU, cuyo debate por sí sólo produce ya una plúmbea pereza.

Es la juventud en paro, la pobreza más insultante para el Occidente petulante, la ausencia de libertad, el control de los medios de comunicación y de producción por los dictadores gobernantes y sus familias, instalados en el mayor y sangriento de los patetismos que el conocimiento pueda imaginar en el siglo XXI. Esto es lo único que debiera removernos no ya el corazón -que por gélido, es ya imperturbable- cuanto las conciencias, y es aquí donde pretendo llegar en mi personal reflexión.

¿Dónde estamos nosotros, escondidos en la responsabilidad de tanta institución? ¿En qué anaqueles de protesta tenemos guardadas las pancartas que tantas veces sacudimos para rebelarnos cada vez que hay un recorte salarial, una merma de derechos sociales a los que ni tan siquiera podrán aspirar en cien años esos pueblos que alimentan los documentales de nuestros horarios de solaz descanso? ¿Dónde esa sociedad civil que llena las bocas de ciudadanía contra una Ley de la propiedad intelectual, sobre el tabaquismo, las normas de tráfico o en apoyo de cualquier prócer de la patria alimentado por progresías aburguesadas de salón?

Mientras la corrupción empapa del hedor más repugnante las alfombras públicas, nuestras calles permanecen limpias, sin olor, vacías, huecas de solidaridad y compromiso, bien ajardinadas, repletas de comercios con reclamos de lujo y diseño, moribundas, como nosotros, incapaces de unirnos a la resistencia heroica de esa juventud encendida de falta de esperanza y utopías. Y no me hablen del peligro que para Occidente supone la posible involución hacia detestables regímenes fundamentalistas.

Estamos muertos de solidaridad; es el ser humano el único protagonista de esta rebeldía por la libertad y contra el hambre, por el futuro de una generación de jóvenes sin expectativas. El tercer, cuarto y quinto mundos hierven en un incendio global, mientras nosotros resistimos fríos en nuestros pasatiempos, abrazados a nuestro nivel de vida. ¿Dónde estamos nosotros? En nuestras calles no hay gritos por su libertad y ellos llevan días, años, a la espera de encontrarnos en su lucha contra el hambre y la miseria. Discutamos del precio de la gasolina y divertidos sigamos observando la caída de estos monigotes, creyendo que con su derrocamiento podemos pasar a ocuparnos de otras noticias de mayor interés y morbo.

Estamos perdiendo la oportunidad histórica de movilizarnos por el sufrimiento y la represión de esos pueblos, de enaltecer su dignidad y su orgullo, de que nos sientan cerca en su lucha y escuchen nuestros gritos por su libertad. No pidamos luego su integración y comprensión del mundo occidental, tan aséptico, culto, ¿civilizado? y limpio. ¿Dónde estamos?

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