EN el día electoral de ayer todo fue bueno -la participación, el ambiente, hasta la meteorología...-, menos el resultado. El hecho de que la democracia sea el mejor de los sistemas políticos posibles, o al menos, como matizan algunos, de los probados, no nos preserva personal ni colectivamente de las situaciones conflictivas o irresolubles que puede crear. El gran pensador Nicolás Gómez Dávila afirmaba que "mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos", y esto, como parte constitutiva de la democracia, parece hoy más verdad, en su Colombia natal o en nuestra España, que la famosa ocurrencia churchilliana sobre los madrugones de los lecheros.

Después de cuatro años de erosión sistemática de los pilares de la convivencia pacífica y de los principios constitucionales, de subrepticio desmantelamiento del Estado sobre la base de la simple negación de la nación española en beneficio de una difusa solución asimétrica y plurinacional, la voluntad soberana de la mayoría parece respaldar los procesos entreguistas y disolutorios en marcha. Y esta deriva se produce, además, en un momento en que en toda Europa se camina en direcciones muy distintas a las que marca la agenda radical de ZP. Sin embargo, no puede pasarse por alto que esa mayoría es el resultado de una anomalía en el conjunto de España que es Cataluña, de un modo aún más nítido que Andalucía, aunque a menudo se cargue la mano sobre esta. Sin la distorsión de Cataluña, donde el PP se ve imposibilitado para actuar como contrapeso del socialismo a causa de las condiciones establecidas por el nacionalismo, el resultado de las elecciones españolas podría ser muy otro, aunque, como es lógico, en unas zonas gane el voto conservador y en otras el progresista. No deja de ser una grave paradoja que el destino de todos los españoles sea marcado una y otra vez por el voto de una región demográficamente potente, y por lo tanto muy representada en el Congreso, en la que casi toda la clase política muestra una clara desafección hacia el Estado común y se siente ajena a la nación.

Pero es indudable que en la mayor parte de España existe un zócalo nacional y democrático que permite mirar con optimismo hacia el futuro. Si la gran noticia de la fenecida legislatura ha sido el nacimiento de un movimiento cívico multiforme, dotado de un fuerte instinto de resistencia y que no se deja engañar por cantos de sirena, el de esta debería ser el de la siempre aplazada batalla de las ideas. Una batalla que en todo el mundo democrático ha convertido en residual la herencia del 68 y, mirando ya más cerca, resulta ineludible para que algún día el pueblo andaluz se reconcilie con una expresión política que, basada en la libertad y la justicia, sea coherente con las raíces de su cultura y con su realidad sociológica.

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