La voz de alarma se la dio el pantalón de rayas, uno que cuando iba a la oficina se llevaba más miradas que el langostino más gordo de la fuente. El puñetero no entró… como las bolas en el tenis, sólo que esta vez el juez de silla se sustituía por el espejo… que es mucho más sieso.

No le ayudó mucho su Perico, todavía con el sueño puesto y sin tomar el reconstituyente café matinal. ¿Qué? preguntó ella… Pareces el río Guadalete… estás a punto de desbordarte… contestó el hijo de la gran y se fue a lavarse los dientes. Esas crueldades sólo las hacen los hombres de más de cincuenta años.

Renunció al pantalón de rayas. Eligió la falda marrón, la que le está holgadita. Es más modosita y camufla bien los desbordamientos del Guadalete. No le dijo nada. Sólo lo miró despectivamente mientras él, en camiseta blanca, hacía sus gorgoritos para que el aliento le oliera a hierbabuena… En el fondo hueles igual que el menudo, pensó para sus adentros.

Tomó medidas drásticas… de código rojo. Renunció al trozo de Roscón de Reyes que había sobrado de las fiestas… y eso que estaba relleno de trufa, una de sus perdiciones. Se tomó una raquítica Menta Poleo… y sin azúcar. Sabía pa sus muertos, pero eso debe ser lo que nuestro Señor califica como ayuno y sacrificio.

No fue lo mismo bajar las escaleras hasta la calle. Sabía que con el pantalón a rayas siempre le quedaba el consuelo, tras el esfuerzo, de que el frutero la miraba como si ella fuera medio melón de Cantalupe. La faldita marrón no daba esas alegrías.

Un año más, aquel siete de enero, volvió a sus pensamientos ponerse a régimen. Como si tuviera delante al diácono de la Catedral en confesión pasaron por su mente, de una vez, todos los pecados: la 22 tostaditas de paté de cabracho en El Faro, el día de la comida de las amigas de la chirigota, la fritá de papas del rabo de toro de la comida del trabajo, el postre que repitió en la comida de Año Nuevo, el cartucho de papas fritas… con todas las salsas… ponle todas, que se comió en la tienda nueva de la calle San Francisco cuando fue a comprarle a su madre los pendientes y la ensaimada con nata que cayó en un desayuno con risas con el malaje que le huele el aliento a hierbabuena.

Pensó en presentarse sin demora ante su nutricionista y decirle, así del tirón, sin buenos días ni ná… "Roberto he pecado". Pero cuando iba a mandarle un "uasá" para pedirle cita, de nuevo se planteó el dilema de todos los años, el dilema de la R. Tenía que elegir entre quitarse o ponerse la R. Un año más se la puso, pasó de ser coqueta y se tiró a la fuente croquetas.

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