HACE unos días, en un ponderado y pertinente artículo, José Aguilar advertía desde estas mismas páginas del peligro que supone la utilización de la denuncia de la corrupción ajena como arma partidista, es decir como instrumento para procurar el acceso al poder. Sin duda, tal acceso sólo podría conseguirse mediante la atribución al adversario de todas las inmundicias y la presunción de absoluta limpieza propia, pero como todos los partidos se emplean con el mismo fervor en la tarea, el resultado es que ante la opinión ciudadana todos acaban igualmente manchados.

Llevando un poco más lejos el razonamiento, podría argüirse que la desaforada denuncia de la corrupción ajena, acompañada del ocultamiento de la propia, no es sino otra forma de corrupción, quizá más grave que la original, puesto que si podemos comprender en el fondo los mecanismos humanos, demasiado humanos, que llevan a un poderoso a prevalerse de su posición en beneficio de sus amigos y familiares, mucho menos disculpable puede parecer el doble rasero en la condena. Si en el primer caso el corrupto se deja llevar por sus inclinaciones favorables hacia sus allegados, en el segundo lo que le arrastra, además de la hipocresía, es la malevolencia. Y es que haciendo un bien injusto a los suyos o el mal a los contrarios peca en el fondo de lo mismo, de acepción de personas.

Por otra parte, tolerar, disimular y no digamos justificar la corrupción de las administraciones es, igualmente y en mayor grado, una prueba manifiesta de corrupción propia, que deslegitima a cualquiera que en ello incurra, ya sea partido político, medio de comunicación o simple particular. Una sociedad acomodada a la corrupción de sus gobernantes es simplemente una sociedad corrupta que se hace acreedora de todos los males sociales que le puedan sobrevenir. Pero no es lo mismo que las sospechas o certezas de corrupción afecten a oscuros concejales de pueblos costeros que toquen a presidentes de comunidades autónomas o a las más altas instancias del Estado, ni debiera juzgarse del mismo modo al que se deja tentar por un pequeño abuso de sus privilegios de mandatario que al que desvía millones de euros, que de todo hay, convenientemente revuelto, en estos días en las primeras páginas de los periódicos para confusión y desaliento de los pocos que aún nos asombramos de las cosas que pasan.

Lo cierto, al margen de disquisiciones, es que como todo se sabe y se calcula en este mundo estadístico, en el Índice de Percepción de la Corrupción, tabla anual que mide la probidad de las administraciones en todos los países, España ha pasado del puesto 23 en el 2004, cuando empataba con Francia, al puesto 30 en 2008, homologada con Qatar y la isla caribeña de Granada. ¡Qué casualidad! Pero no piensen mal: tampoco en esto tienen nada que ver ZP ni si Gobierno. Palabra de ZP.

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