LA reciente decisión del presidente turco Erdogan de convertir Santa Sofía (la Sagrada Sabiduría) en mezquita es la demostración de que la religión puede llegar a ser un estupendo método de orientación y salvación personal para el que así lo quiera, pero se convierte en un sistema destructivo cuando se pretende imponer a toda una sociedad como la única visión posible de este mundo e incluso del otro.

La basílica, una maravilla arquitectónica en pie desde hace 1.500 años, un auténtico templo de la capacidad humana de trascender los siglos y las almas, era desde 1934 un museo que mostraba lo mejor de las civilizaciones cristiana bizantina y musulmana otomana. Es decir, un recorrido bellísimo que tenía su origen en dos momentos claves de la historia del hombre occidental, es decir de nosotros: la cultura clásica de griegos y romanos.

El fundador de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, tomó la decisión de que ese monumento lo fuera de toda la humanidad, acabando (desgraciadamente no para siempre) con la inútil lucha de adscribirlo a una determinada creencia, ya que la impresionante construcción fue primero cristiana y luego islámica.

Erdogan, en cambio, es continuador de una demasiado larga lista de líderes políticos de diferente signo que quieren hacer de una determinada religión el pilar de un Estado, una tradición a la que no somos ajenos tampoco en este país nuestro, ni siquiera en el Occidente cristiano, donde hace muy poco que estamos saliendo de esta insana identificación entre los reinos del cielo y de la tierra. Por desgracia, la decisión del presidente islamista turco con respecto a Santa Sofía contribuye también por estos lares a reforzar la tesis de quienes hablan de la superioridad de una religión sobre otra, en el sentido de que la cristiana es menos intransigente que la musulmana, por ejemplo.

Se olvida un aspecto fundamental: que lo que convierte en intolerante al islamismo no es la doctrina en sí (todas las religiones monoteístas son absolutistas), sino la falta de libertad para profesar otras en muchos países, y, nuevamente, su identificación con el poder civil como único camino correcto. En España tenemos ejemplos tan recientes como condenables.Tan limpia como se veía Santa Sofía a salvo de creencias, tan libres como entrábamos sin tener que arrodillarnos o postrarnos ante nada, tan sólo preocupados de no caer desplomados ante tanta y tan grandiosa belleza…

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