No pierda el tiempo. Caso de tener hijos en edad de decidir, no les insista en que sean universitarios ni que se empeñen en estudiar FP. Que no pierdan el tiempo, que el futuro está en convertirse en asesor, no importa de qué. Importa de quién. Esta es la cuestión, que diría Shakespeare.

Lo normal es que se empiece aspirando a ser asesor de concejal de pueblo. Tampoco es mal principio apañarse con serlo de un gerente de cualquier cosa pública. La condición indispensable es que el asesorado fuera cuñado de la hermana de la vecina del secretario segundo de la cosa gobernante. También, caso de saturación de esas plazas, podría iniciarse siendo espectador partidista con arrobo, bastante más eficaz que aplaudidor furibundo. Pero, bueno, quedamos en que ya se empieza con buen pie pertenecer a la cuadra de cualquier concejal de pueblo. Por orden, claro. Primero tanteando en aquellos de menos de treinta mil habitantes. No crea, son los más enconados. Pasa como con los toreros que empiezan matando fieras hasta llegar a figuras, a partir de ahí, ya sabe, toritos de plastilina; o sea, que para llegar es necesario estar placeado. Nada mejor que un pueblo para entrenarse esquivando las cornadas directas de las envidias, los bulos desestabilizadores, las sospechas de favoritismos, durísimas en la España profunda.

Dado este primer paso y como lo local es efímero a pesar de las dificultades, la siguiente meta está en lo provincial y/o autonómico. Ahí es donde empieza la gloria, que no es otra que haber llamado la atención de los que manejan el cotarro, muchos de ellos desde la sombra, como debe ser, a pesar de lo de Miguel Servet cuando descubrió la circulación de la sangre. Kaput. Claro que aquello pasó en Ginebra y aquí sólo la conocen como ingrediente para el cubalibre o el gin-tonic.

La enorme ventaja de los asesores es que no tienen por qué ser políticos; los políticos, aunque no lo crea, tienen fecha de caducidad. Los asesores, no, están envasados al vacío, que, obviamente, no es lo mismo que estar envasados en el vacío. Responsabilidades tampoco tienen. Con esto no quiero decir que los asesorados las tengan. No las tienen tampoco, aunque si los chanchullos y las incapacidades terminan cristalizando es posible que aparezcan sus nombres en los noticiarios, pero estos, al formar parte de las adhesiones retribuidas, tampoco inquietan demasiado y, caso de llegar a los tribunales… ¡bueno, vamos a dejarlo, para qué tratar ahora sobre los espejismos y la ciencia ficción!

La carrera de asesor, para entendernos, tiene el mismo sentido que le dan las folklóricas, que sus carreras duran lo que duren duras. Lo malo es que nada es como antes, que hay que ver lo que le duraba la madura a un subsecretario. Hoy las despachan con un programa televisivo de putiplistas y, acaso, una portada de revista de bragueta. Lo que sigue invariable es el tratamiento que le dan a sus "carreras", como si fueran universitarias. A pesar de que oír que una piculina "hacía la carrera", se sabía con exactitud a qué se dedicaba. Nada que objetar a la libre interpretación de las palabras.

Frivolidades aparte, lo de asesor, dada su trascendencia, debiera encauzarse, reglamentarse, colegiarse. Sería la forma de afianzarse como carrera de futuro. ¡Pues no sería nada crear una Escuela de Altos Estudios Asesoriales! ¿Y una Diplomatura de Asesores Provinciales? Para las ciudades de menos de 30.000 habitantes bastaría con un PPO idéntico al de los poceros; al fin y al cabo se trata de que se conozcan a fondo las cloacas de la cosa.

Piénselo y empiece por organizar manifestaciones, no tipo Sánchez Gordillo, sino sin acojonar a nadie, en plan pacífico, buscando lo original. Empiece diciendo que no se pretende producir nada, ni siquiera fantasías, para eso ya están los partidos políticos. Diga simplemente: "Queremos vivir del cuento". Ya veremos si, por una vez, diciendo la verdad, alguien convence a alguien.

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