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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Apagar el incendio

APAGAR un incendio es mucho más difícil que provocarlo. Cualquier imbécil puede echar una cerilla en un matorral reseco o desafiar a un grupo de jóvenes borrachos. Pero hace falta un esfuerzo titánico para detener un incendio en un bosque o para apaciguar a dos grupos que están a punto de pelearse. Conciliar a dos partes enfrentadas exige un don natural que combine la intuición, la mano izquierda y una innata capacidad de concordia. Quien haya conocido a una de esas escasas personas que son capaces de poner de acuerdo a dos vecinos enfrentados, sabrá de lo que hablo.

Digo esto porque vivimos un momento en que se hacen imprescindibles las grandes reformas económicas, y esas reformas no serán posibles si no se hacen en un clima de profundo consenso político. Las reformas son impopulares y costosas, y supondrán un empeoramiento notable de nuestro nivel de vida, pero hay que hacerlas, nos guste o no. Si no hacemos nada, es muy probable que los niños de ahora lleguen a la edad de jubilación en una sociedad muy parecida al mundo apocalíptico que Cormac McCarthy describe en La carretera. No hay vuelta de hoja. España -y toda Europa- se ha acostumbrado a vivir demasiado bien sin hacer casi nada para permitírselo. Somos viejos, caprichosos y acomodaticios. Queremos trabajar poco y ganar mucho. Queremos derechos inagotables y pocas responsabilidades. Queremos que el Estado nos saque las castañas del fuego sin que se nos chamusque un dedo. Y ese confortable estado de cosas ya no puede continuar. Los tiempos han cambiado, sí, pero no como todos esperábamos. Si queremos preservar nuestro precario Estado del Bienestar -la sanidad pública, la educación, las pensiones, los derechos sociales- hay que emprender unas reformas que no van a gustar a nadie. Y ningún grupo político debería aprovecharse del descontento social para sacar tajada.

Un país civilizado emprendería estas reformas con un gobierno de concentración -desde la derecha hasta la izquierda- basado en un programa común de mínimos. Sólo así se podría evitar que el malestar social ocasionara un deterioro político irreversible. Tal como están las cosas, alguien tiene que hablar claro, pedir sacrificios y decir la verdad. Y es un suicidio hostigar a los rivales políticos que intenten implantar unas reformas inaplazables. Si no hacemos las cosas por las buenas, dentro de poco tendremos que hacerlas por las malas: cuando quiebre la Seguridad Social, por ejemplo. ¿Tendrán los políticos un súbito ataque de cordura que nos evite un cataclismo? Conociendo a nuestra calamitosa clase política, es muy poco probable. Pero no nos queda más remedio que soñar con ese gran acuerdo político. Antes de que sea demasiado tarde.

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