Confabulario
Manuel Gregorio González
Zapater y Goya
Su propio afán
Protagonista absoluto de la actualidad cultural de la provincia es el poeta arcense Antonio Hernández, al que estos días se dedican actos a pares. Natural, porque ha recibido los premios Nacional de la Crítica Literaria y Nacional de Poesía por su último poemario Nueva York después de muerto. Y los reconocimientos son como las cerezas, que, si se coge una, se van enredando por los rabillos, y acabamos con el plato.
Para mi bochorno, no le he leído. Para mi disculpa, hay innumerables poetas y escritores, y lo importante, encima, es releer mucho a pocos. Hay que orientarse por el olfato y el capricho. Lo malo es que no puedo ponerlo bien y lo bueno es que no puedo ponerlo mal, según fuese. Si su poesía no me gustara, qué problema.
Junto al motivo general, añado uno personal para no leerle. Siempre he pensado que era un protagonista del tercer episodio de La carta entera de Luis Rosales. Y siempre me ha fascinado la respuesta de Jaime Gil de Biedma al que le preguntaba por qué dejó de escribir tan pronto: no quería ser poeta, sino poema, y una vez conseguido, para qué insistir. Antonio Hernández ya logró ser poema, y excelente, en la pluma de Rosales. No sé si le basta (parece que no), pero a mí, a lo Gil de Biedma, me sobra. Está perfectamente descrito allí, si es él. Se habla de su "cabeza napoleónica", de cuánto le gustan las mujeres ("cuando está con alguna se pone tierno y boquerón"), de "su risa encefálica", de "la dulzura angélica y borrosa" de sus ojos de miope, etc. Y se nos transcriben varios discursos suyos sobre poesía y sobre el silencio y, sobre todo, un manual para ligar que no tiene desperdicio.
Abonando mi sospecha, Hernández ha titulado su libro Nueva York después de muerto, el nombre que Luis Rosales tenía anunciado para el episodio final de su inacabada La carta entera. Era un título precioso, con resonancias lorquianas, con una explícita vocación de póstumo. Yo alguna vez imaginé un relato en el que unos apasionados lectores acuden al espiritismo para que la voz de Rosales vaya dictándoles los versículos del libro prometido. Antonio Hernández, de alguna manera, ha hecho lo mismo, pues en su libro comparece el poeta granadino, ya muerto. Lo mismo, pero mejor, porque la poesía es el único espiritismo auténtico. Tendré que leerle, por tanto, desembarazándome de mis prejuicios generales y particulares. ¿Y para qué, si no, están los prejuicios?
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