En tránsito

Eduardo Jordá

América, América

POR mucho que despotriquemos contra los norteamericanos -cosa que en España es ya un deporte nacional-, los Estados Unidos son un milagro. Alaska no tiene nada que ver con Hawai, ni Arizona tiene nada que ver con Vermont, ni Florida con Montana, pero todos esos lugares tan distintos han conseguido encontrar su sitio dentro del gigantesco rompecabezas que forma la Unión. En Alaska, además del inglés, se hablan lenguas esquimales, y en Hawai se habla una lengua polinesia, y en Nuevo México se habla español, y en las reservas indias de Montana se hablan lenguas aborígenes. Y a pesar de todo esto, todas las lenguas conviven sin grandes problemas ni rencores. Y más difícil aún, en un país que aceptó la esclavitud hasta el final de la Guerra Civil, y que además vivió el expolio de los territorios indios por parte de los colonos blancos, todos los norteamericanos aceptan su pasado común y su destino común, quizá porque todos ellos -ricos y pobres, patricios y granjeros, blancos y no blancos- son descendientes de inmigrantes o de desplazados que encontraron una vida mejor en América. Y eso afecta incluso a los que no llegaron por su propia voluntad, porque un negro que malvive en un gueto de Chicago, por mal que esté, vive bastante mejor que el noventa y nueve por ciento de africanos.

Entre nosotros, por el contrario, lo normal es mantener una relación neurótica -o incluso malsana- con la historia de nuestro país, incluso en los escasos periodos en que las cosas van bien y lo más sensato sería sentirse orgulloso. Pensemos en la memoria histórica, por ejemplo. Más que un justo rescate de la memoria de los muertos de hace 70 años, parece un rencoroso ajuste de cuentas con los "enemigos" del presente. Y pensemos en las pintorescas búsquedas de la identidad local. Entre el País Vasco y Huelva hay muchas menos diferencias que entre California y Hawai, pero nosotros nos dedicamos a explotar cualquier característica, por ridícula que sea, que nos haga sentir diferentes. Desde hace dos décadas, educadores y políticos, historiadores y pedagogos, catedráticos y juristas descomponen la historia en fragmentos, cambian el curso de los ríos, acentúan lo provinciano y lo local, cualquier cosa con tal de demostrar -o quizá demostrarse- que su comunidad es distinta y especial y tal vez mejor que la comunidad de al lado.

Los norteamericanos, en cambio, analizan y discuten cualquier punto de su historia, pero no acaban emprendiéndola a garrotazos (mentales) contra el vecino que piensa de forma distinta o actúa de otro modo. Quizá eso explique por qué, en los momentos difíciles, ellos tuvieron a Roosevelt y Kennedy (o Barack Obama). Y nosotros tuvimos lo que tuvimos. Y tenemos lo que tenemos.

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