Lo más triste de esto no es que todavía haya muchos que duden de la conveniencia de sacar al dictador Franco de un lugar en el que se le rinden honores oficiales, custodiado por religiosos que deberían tener cosas más útiles que hacer; tampoco lo es que se haya tardado (aún se está tardando) tanto tiempo en hacerlo, ni que, producto de quien sabe qué lavado de cerebro colectivo, flote en el aire la sensación de que se está tocando un tema peligroso y que es mejor no remover historias. Lo más triste es que esta tarea de reconciliación histórica con la verdad se haya tenido que dejar en manos de un solo partido, casi de un solo hombre, cuando debería haber sido labor y orgullo de todo un pueblo, o de su inmensa mayoría democrática. Labor de un pueblo sano, libre de miedos y de absurdos complejos, una nación equilibrada que piense y practique que aquello no debe pasar nunca más.

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