Obituario

Tano Ramos / Tramos@diariodecadiz.com

Alberto Sanz, sherpa de la Historia

LA mañana del 9 de noviembre de 2007, gracias a Alberto Sanz Trelles, viví uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Meses antes, había iniciado una investigación sobre un personaje, un represaliado por el franquismo. Intentaba averiguar qué había sido de él, por qué en Cádiz no quedaba huella de ese hombre que tan conocido y tan querido había sido en la ciudad en los años treinta del siglo pasado. Poco a poco el enigma iba desvelándose. Lo que yo ya sabía en el otoño de 2007 era que había sido detenido en agosto de 1936 y que meses después había salido de la cárcel de Cádiz camino del penal de El Puerto. Pero ahí se quedaba detenida la historia. No hallaba pista alguna que permitiese avanzar. Un día le hablé de mis pesquisas a Alberto y fue él quien me dio norte. Una información errónea me había llevado a pensar que los archivos del penal habían desaparecido. Fue Alberto quien me explicó que no era así, que en el Archivo Histórico Provincial de Cádiz, custodiaban unos cuantos expedientes penitenciarios del penal. ¿Estaría allí el de mi preso? Estaba. Me acerqué al Archivo, en la calle Cristóbal Colón. Recuerdo perfectamente el momento en que Alberto puso sobre la mesa el expediente y comenzamos a leerlo. Allí estaban hasta las huellas dactilares de aquel hombre encarcelado injustamente. Allí estaba su fecha de nacimiento, su dirección en Cádiz, el nombre de su esposa... Alberto buscó en otra documentación y halló aún más datos. Fue una mañana apasionante. El trabajo de Alberto, las informaciones que me proporcionó, me llevaron a otra ciudad y, finalmente, a recomponer la peripecia vital de un personaje olvidado, de un hombre honrado y víctima de la barbarie que merece ser recordado.

Alberto Sanz era archivero e historiador. Lo conocí durante un eclipse de sol, hace ya 16 años. Alberto y Susi, su mujer, les abrieron las puertas de su casa a mis hijos, entonces unos niños como Alberto y Mario, los suyos. Durante muchos años mis hijos venían a Cádiz sabiendo que tenían unos amigos y una casa en la que jugaron mucho y que ha permanecido en su memoria como un hogar acogedor y entrañable. Alberto era, pues, una de esas personas que me unen a Cádiz. Pero no fue hasta el otoño de 2007, al verlo trabajar y comprender su trabajo como archivero, cuando caí en la cuenta de que estaba tratando con una de esas personas que preservan los cimientos de la sociedad civilizada, que hacen una de las labores más trascendentales que uno pueda desempeñar.

Alberto pertenecía a la élite. A esa élite de profesionales, de trabajadores de la cultura, que calladamente cuidan de los tesoros que albergan archivos, museos y bibliotecas y que no sólo los custodian con mimo sino que los rescatan, los recopilan, los organizan, los identifican, los catalogan y los preparan para que otros accedan a ellos, trabajen con ellos y nos cuenten las historias que revelan esos documentos, esos papeles esenciales en los que están escritos, dibujados o fotografiados los pasos de quienes nos precedieron: las penas y las alegrías, la vida y los sueños de los que procedemos aun sin saberlo. Alberto desbrozaba el camino de los historiadores, abría las sendas que conducen al pasado: a lo que nos explica, a lo que nos ayuda a prevenir el futuro. Y lo hacía con profesionalidad, con auténtica y admirable vocación. Lo pueden atestiguar tantos como hayan pasado por el Archivo en los últimos diecinueve años.

Alberto murió el pasado martes. Tenía 50 años, una mujer extraordinaria y dos hijos estudiantes. Era guardián de un tesoro y un sherpa de la Historia. Cada mañana, abría las puertas de ese tesoro a los investigadores y les indicaba caminos por los que buscar, les facilitaba pistas o los conducía directamente hasta la joya que luego ellos debían encargarse de pulir. Terminada la jornada, Alberto cogía el 1 en la parada del Fénix y se iba a casa. Me gusta recordarlo en ese trayecto que él hacía leyendo el Diario o charlando con algún conocido: tan anónimo y tan importante. Cómo me gustaría encontrarlo una vez más en el autobús y no haber escrito nunca este artículo.

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