COMPUTANDO los resultados de las elecciones andaluzas, los de la reciente encuesta del CIS y las tablas finales de las elecciones británicas, una llega a dos conclusiones fundamentales: la primera, es que las encuestas sirven para echar unas risas -especialmente, las realizadas a pie de urna: mientras el ser humano no se transforme en un psicópata o el encuestador en un humanoide, la empatía, la miseria inevitable del "qué pensarán", nos pueden. Y la mentira, en consecuencia, también-.

La segunda conclusión es que no conozco a nadie. A nadie de los que votan, me refiero. Ni mis amigos o conocidos -en, al menos, cuatro grados de diferencia- ni yo misma formamos parte del plano real del mundo real. Habitamos un universo paralelo e insignificante.

La culpa, al parecer y como siempre, es mía. Dicen las diligentes arañas de Zuckerberg que las personas que se consideran "progresistas" sólo ven en sus muros un 24% de opiniones que contradigan su opinión. Pardiez. En cambio -insisten las arañas-, si escogiera mis contactos de manera aleatoria, el índice ascendería hasta el 45%.

Ya ven. Calibrar afectos y estadística no arrenda las ganancias. Sentir estropea las matemáticas.

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