Desde saturno

Jorge Bezares

Absolutamente pretecnológico

NO digo yo que Internet y todos sus aliños no sean comparables a la revolución industrial que durante los siglos XVIII y XIX vivieron Inglaterra y la Europa continental. Puede que incluso las tupidas redes creadas con sus servicios y protocolos tengan incluso más repercusión para el devenir del hombre en el planeta Tierra que la mecanización de las industrias textiles y el desarrollo de los procesos del hierro que nos sacaron de la eterna Edad Media pero nos trajeron los problemas medioambientales que hoy padecemos. Sin dejar de reconocer todo eso y más, las consecuencias y las formas de esta nueva revolución me gustan cada día menos. Y eso que, por mi oficio y por mis hijos, tengo que estar al día de cada una de las pequeñas revoluciones que contiene esta vaina de Internet. Así las cosas, cuando me sumerjo en el facebook, el twiter, los blogs y toda esta leche frita sufro ataques de melancolía. En el ejercicio del periodismo, por ejemplo, me acuerdo de mis inicios en la calle Ceballos, a mediados de los ochenta. Allí, en aquella vieja redacción donde éramos 14 pero había por los menos 24 hijos de p…, según la particular visión de Higinio Sainz León,  paríamos noticias previo paso por la calle, un lugar recóndito para las generaciones de Internet. Tomábamos mucho café, vivíamos atrapados en una inmersa humareda provocada por cigarrillos que serían clavos de nuestro ataúd y construíamos las noticias al son de viejas Olivettis. En ese estado de permanente embriaguez por la bendita impureza del ambiente, nos atrevíamos hasta con las metáforas. Las dudas las consultábamos en sabias enciclopedias o en diccionarios desvencijados. O le preguntábamos a Óscar Lobato, que era como el papel pero más fetén. Copiar, lo que se dice copiar, copiábamos poco, y si lo hacíamos, eran conocimientos enciclopédicos de primera calidad. En las relaciones humanas, pues en vez de mandarle un e-mail a un amigo cogías el teléfono, le llamabas y quedabas a tomar un café, a almorzar o cenar en El Terraza (Casa Pelayo), o a callejear por Cádiz. En vez de twittear, tequileábamos en algún antro abierto hasta el amanecer hasta que los camareros nos echaban con la última canción del verano. Lo importante era verte en vivo y en directo, disfrutar del lenguaje corporal, rozarte un ratito.  Cuento todo esto porque mis hijos -tres leones del Serengeti nacidos en la calle Feduchy pero de hablar muy fino- se han empeñado en hacerme creer que sin Playstation 3 ni Internet el mundo estaría sumido en un mar de aburrimiento insoportable. Cuando les esgrimo los libros como alternativa, me dicen por messenger: "Pp, eres absoluta pretecnológico. Bsos (sic)"

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