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Tribuna libre

Juan Antonio Quiñones

50 años de la primera comparsa de Joaquín Quiñones

A la izquierda, Juan Antonio Quiñones, y en el centro, de blanco, su hermano Joaquín.

A la izquierda, Juan Antonio Quiñones, y en el centro, de blanco, su hermano Joaquín.

EN la primavera de 1971, no sé si se produjo en mí, una conjunción  o una alineación planetario-carnavalesca. Lo cierto es  que influencias y vivencias personales me hicieron ver la luz de que yo podía estar entre aquellos que hacían Carnaval y disfrutaban del beneplácito de los buenos aficionados.

Pudiera ser que mi cercana vecindad con el maestro Fletilla o mi cuasi-familiar relación con el clan de Eduardo Delgado fuesen el cultivo ideal para ir formando una ilusión que nunca llegué a pensar que me hiciera tan dichoso.

Eran los albores de los sesenta del siglo pasado. Un ensayo de ‘Los sastres remendones’ en el Bar El Pinal, otro de ‘Los tratantes de ganado’ y ‘Los niños del ayer’ en el colegio de la Salle, otro de ‘Los cacos’ y ‘Los aceituneros’ en el patio de San Félix, 16, y tantos otros que me inculcaron este bendito veneno. Y también influyó, tal vez, mi presencia anual en un palco del teatro, donde toda mi familia disfrutaba en las concurridas sesiones de tarde. Y en ese discurrir, siempre atento a la radio, donde los dos Enrique te dibujaban el nombre de los autores, el atrezzo, el tipo y otras muchas curiosidades en una época en la que Paco Alba ya marcaba los cánones de un Carnaval renovado. Y más tarde las cabalgatas, donde no faltaba una agrupación y era el momento de comprar aquellas coplas “1ª y 2ª parte” que el postulante de turno pregonaba entre la multitud y que yo también aprovechaba para fotografiar con mi cámara Vöigtlander traída desde Frankfurt por una familiar emigrante.  Y como no contábamos con las técnicas de hoy ni con sus reiteradas reposiciones en radio y televisión, había que aprender la maravillosa música de Los Fígaros,  oyendo al pie del monumento al Marqués de Comillas la voz  de Miguel Ángel Maján  y la guitarra de Salvador Ramallo y sus amigos eternos estudiantes.

Pero ya en 1970, con motivo de mis colaboraciones en Cádiz Gráfico, mis reiteradas visitas al ensayo de la comparsa ‘Los blanco y negro’, de Pedro Romero, hacen germinar una amistad perdurable en el tiempo, y dicho autor es el mejor consejero para poder debutar en la fiesta. 

Había que superar las trabas del debutante. Todavía pocos grupos confiaban en un atrevido desconocido. La ayuda de Pepe Moreno y algunos amigos de La Isla hicieron que pudiera dar el paso al frente con más miedo que vergüenza. Y mira por dónde, el Bar Perete, ese santuario carnavalesco de San Fernando, nos acoge a Moreno, a mi hermano Joaquín y a mí como lugar de ensayo, compartiendo local con la chirigota ‘Los Zipi y Zape’, de Pepe Alconchel, que más tarde elevaría a las alturas el grito de guerra de la Yerbagüena.

Fue una época de renovación generacional. Tuvo su culpa el propio Romero con su brillante primer premio y la salida de Antonio Martín y Luis Ripoll.

Y a partir de ahí, fue mi hermano Joaquín quien supo continuar en la lucha que a mí, en ese momento, me pareció una apuesta sacrificada y difícil. 

Aquel grupo que conformamos ‘Los cenacheros’ tuvo una actuación aceptable y, además del concurso,  participó en algunos de los festivales que tras la fiesta se celebraban en los distintos teatros de la provincia. Era un grupo de componentes variopintos, algunos principiantes y otros veteranos que habían cantando con ‘Los chansonniers’, ‘Los floristas ambulantes’ o ‘Los caracoleros’, muchos de ellos desaparecidos, pero otros que están con nosotros podrán recordar esa atrevida apuesta en la que también contamos con la inestimable ayuda del coreógrafo Gabino Díaz

Todo fue para bien. Joaquín Quiñones continuó en la lucha y alcanzó cotas inimaginables porque puso quintales de emoción y corazón. Contribuyó como nadie a guardar el tarro de las esencias, y para eso se rodeó de los mejores, de los músicos punteros, de los mejores en el cante y en el toque (utilizando el símil flamenco), en la percusión y en el ritmo de los muchos instrumentos que acarició como novedosa aportación. Todo ello sin salirse del camino trazado por los de ayer,  sobre todo en el pasodoble, que, como muchas veces ha dicho,  es innegociable.  A todo eso lo arropó con la palabra, con un mensaje claro, valiente, comprometido y humilde, sabiendo respetar al compañero concursante, al que tanto admiró y del que dijo en un pasodoble lo mucho que aprendía.  

Lástima que hayan pasado como una cometa fugaz estos cincuenta años, pero también es una ocasión, para recordar que, cuando vimos la luz, esto de la “comparsilandia” estaba inventado y, aunque no lo parezca, también es un buen recuerdo, para los que hoy participan activamente. 

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